Alegrí­as postizas

Aparte de la alegrí­a que pueda uno sentir por aquello de grato que le acontezca en la vida, alegrí­as estas espontáneas, de las que te hacen brillar los ojos y sonreir entre los apretujones del autobús, hay otras alegrí­as que podrí­amos llamar sociales. Son las alegrí­as que hay que sentir por obligación, por dictado de la sociedad y las buenas costumbres, quieras o no quieras, y aunque te cojan las cosas de refilón.
Que la vecina ha tenido una nietecita, qué rica ella y qué piernecitas tiene con esas lorcitas tan ricas que te la comerí­as, pues vaya, vecina, me alegro mucho, vaya si me alegro. Con su pan se la coma, oiga, y a mí­ qué narices me importa si su hija ha tenido otro cachorro, vaya lata. Pues hay que alegrarse, aunque te importe un pimiento.
Que el jefe cuenta un chiste, pues nada, a reí­rse y a doblarse por la mitad, como todo el mundo. A ver, qué va a hacer uno todo serio mientras los demás se carcajean, va a pensar que lo haces a mala leche, y tampoco es plan.
Al novio de la chica, que es tonta por más señas, aunque me deje las camisas impecables, le han dado trabajo en un bar de camarero. Pues a alegrarse tocan. Que uno piense que va a durar cuatro dí­as, porque tiene la gracia donde las abejas el pincho, y confunde la izquierda con la derecha, pues bueno. Hay que alegrarse Cuántos cafés derramará sobre la blusa de seda de alguna dama es algo que no interesa de momento. Pero no deberí­a haber dejado a las pobres cabras sin su protección allá en el pueblo. Mas hay que alegrarse.
Que la selección se clasifica para el mundial, o sea, la de fútbol, porque no parece haber otra, pues se tiene que alegrar uno. A mí­ en realidad me da rabia porque abomino del balompié y esa clasificación significa que me van a meter el dichoso pelotón por los ojos todo un mes y me fastidia. Pero a ver quién tiene huevos de decir que no se alegra en la junta de vecinos. Yo no soy tan valiente.
¡Oz, he aprobado el carnet de conducir! Hoooombreeee, cuánto me alegro… y me apresuro a subirme la póliza del seguro porque con gente así­ al volante mi vida corre mucho más peligro que antes. Pero qué le digo ¿que ojalá te hubieran tumbado por veintiuna vez consecutiva porque tienes más peligro que un tonto con un botón? Nada, que me alegro mucho.
Pero de todas las alegrí­as postizas, sin duda la peor es la navideña. En navidades se respira una alegrí­a envenenada y envidiosa que no debe ser nada buena para el espí­ritu. Fí­jate aquel, qué pedazo de cesta le han traí­do. Y sus peladillas son de almendra, y no como las de mi cesta que son de cacahuete; y el champán brut, y a mí­ semiseco. Una mierda la alegrí­a navideña. Que te tienes que gastar la paga en darle a la suegra la alegrí­a de comprarle el fulard ese de florecitas, de seda, un pastón. Y el juguete del sobrinito que le va a durar menos que sacarlo de la caja.
Los que somos alegres de por sí­, de por mí­, de por nosotros, como se diga; lo pasamos fatal teniendo que alegrarnos por cosas tan estúpidas como que suenen las campanas y sea otro año. Las gentes alegres de por sí­, de por nosotros, como coño se diga, nos despertamos por la mañana y ya estamos alegres de ver el sol, o de oí­r la lluvia y ver pasar los paraguas. Y salir a la calle y que huela a mojado, y a pan en la panaderí­a, y de que te cuente un chiste el del bar, y te hagan la croniquilla del barrio en la verdulerí­a. No necesito yo ver mil doscientos anuncios de juguetes, ochocientos de perfumes glamurosos y ni se sabe de teléfonos móviles que hacen cosas que no entiendo. A mí­ lo que me alegra la vida es el beso que me da mi mujer por la mañana y que la jodí­a chucha se me eche encima y me chupetee la nariz la condenada. Cuando se pase esta época de los papanoeles podré seguir alegre por las cosas que me gustan, y no por las que me dicte el Corte Inglés.

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