El vaso de noche


Este sucedido, que lo es, hay que oí­rselo contar a Ángel Mesado, relojero de la ciudad de Jaca, defensor vehemente de monumentos y tradiciones, prócer ilustre, y eximio y ultimí­simo entendedor de esos ingenios con tripa de muelle y ruedas dentadas que han sido barridos por la electrónica de usar y tirar. Este muní­cipe munificiente alberga en su tienda, en plena Calle Mayor, una rebotica a la antigua usanza, que es obligado lugar de paso de muchos de sus convecinos y no pocos foranos, donde se departe amigablemente sobre temas de interés general, y los particulares de la industriosa capital pirenáica, y cuanto le atañe en cuestiones del románico, el Camino de Santiago, y los muchos piedros más o menos vetustos y meritorios que ornan la comarca. Nada más lejos de ser un mentidero ni un conventillo de murmuraciones que esta trastienda ilustrada, por cuanto lo que aquí­ se escucha, bien podrí­a salir en el Espasa, cuando no en el BOE, y hemos de dar crédito, pues, a la veracidad de este singular episodio.


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Jaca, amén de sus muchos anclajes en la historia vernácula, es centro neurálgico de una vasta extensión de terreno apenas habitado por lo muy escabroso de la orografí­a, que mantiene núcleos poblacionales pequeños, y que, encima, van a menos conforme avanzan los tiempos, salvo en las invasiones estacionales de verano e invierno, en que la zona, ahora eminentemente turí­stica, se ve saturada por los modernos esquiadores o los consuetudinarios jubilados estivales, a la busca de un clima soportable. El quizá más importante eje que ha unido Jaca con el universo mundo ha sido el canfranero, que es como se llama a la lí­nea de ferrocarril Canfranc-Zaragoza, que va desde la antigua estación internacional hacia el sur, pasando por Jaca. Canfranc, del latin Campus Francus, o Campo de Francia, era ciudad (es un decir) fronteriza, y el primer asentamiento permanente de personas que encontraba un romano invasor penetrando en Hispania desde la Galia. Poco más que una aldehuela de vaqueros, in illo témpore. Pero en el tiempo de nuestro relato el canfranero era tecnologí­a punta, acababa de ser inaugurado, y el humeante penacho de sus locomotoras devoraba en un asombrosamente corto espacio de tiempo los pocos kilómetros que separan Canfranc-Estación de Jaca, con las solas paradas de Villanúa y Castiello de Jaca, siendo pasmo y espanto de sarrios, águilas y demás espectadores agropecuarios. Hubo un primer pueblo llamado Canfranc, que sigue existiendo kilómetros abajo de Canfranc-Estación, que se quemó, porque era de madera, y lo tuvieron que rehacer, vaya por dios, esta vez se ve que ya de ladrillo y materiales menos inflamables. Los de Canfranc, para ir a Jaca, primero tení­an que coger la tartana que les subí­a a Canfranc-Estación, y luego bajar en el expreso, desandando el camino. Mucho ganaron estos vecinos con el ferrocarril, ya que antes de él pasaban casi todo el invierno aislados por la nieve, mientras que las potentes máquinas que uní­an España con Francia a través del túnel internacional, iban dotadas de elegantes quitanieves que facilitaban el tránsito del convoy. Tanta facilidad encontraron repentinamente en eso de viajar, que algunos, hicieron costumbre de bajar un dí­a a Jaca a hacer sus compras y volver a la noche ¡válgame el cielo qué rapideces y apresuramientos! y en Jaca se acostumbraron divertidos a ver tropezar por sus calles a los de Canfranc, perdiéndose por aquel laberinto de vueltas y revueltas que representaba la ciudad para ellos, poco acostumbrados a doblar esquinas, ya que, como dice la jota, para su rechifla y desdoro, en Canfranc, calles, habí­a una sola: la de la carretera. («…y los mozos de Canfranc / todos por la misma calle»). En este Canfranc-Pueblo viví­a la señá Pabla, mujer ya de cierta edad y de bastantes puñetas y perendengues, muy tirando a montaraz y un poquico deslenguada, que habí­a una hija llamada Orosia, porque nació en Jaca y le pusieron el nombre de la santa local, y que estudiaba en las Anas, tras haberlo hecho en las Benitas, por darle una buena educación y matrimoniarla decentemente con algún empleado de la estación, o, pluguiera dios, incluso con un funcionario de Aduanas. Las mujeres de la montaña son muy suyas, incluso más suyas que las de la ribera, por aquello de que los hombres andan siempre fuera con las bestias, y buena parte del año han de llevar el mando y el manejo de las haciendas familiares. Hay otra sapiente jota que advierte, en un brillante ejercicio de sentido común que «Ni compres caballo cheso, ni te cases en Canfranc, ni trates con los de Biescas, mira que te joderán«, tal es la fama de ariscas y montaraces de las hembras lugareñas. Pero a esta Pabla nos la encontramos dulcificada y atemperada por la benéfica influencia de su hija, que salió buena escolana y que, mal que bien, trata de desasilvestrar, y consciente de que en su futura posición en la vida, como señora de algún ambulante de Correos u otro oficio ferroviario, convendrí­a una madre más culta y presentable. Así­, un dí­a que la Pabla hizo planes de bajar a Jaca en el canfranero, la moceta le fue escribiendo en un papel todo aquello que debí­a comprar, desde otro ejemplar del Calendario Zaragozano en la librerí­a La Unión, que se les habí­a comido una cabra, hasta hilos, agujas, cintas y útiles para los quehaceres domésticos. Cuando acababa la chica de escribir la lista, la madre, como haciendo memoria le dijo:

– Ah, y un orinal.

– ¿Un orinal? -preguntó interesada la hija.

– Sí­, que el que tengo en el dormitorio ya no está para que lo volvamos a estañar, hace falta uno nuevo.

– Pero madre, si quiere un orinal tendrá que ir a Juan Lacasa a comprarlo.

– Hola, claro.

– Pues en Lacasa está siempre metido medio Jaca y la van a ver comprando el orinal. Es mejor que en vez de orinal pida usted un vaso de noche.

– ¿Que pida qué? – dijo Pabla extrañadí­sima, porque aquello le sonó muy raro.

– Un vaso de noche, madre, que es como lo llama la gente fina – ilustró la hija a su progenitora – Eso de decir orinal es para gente basta. Hasta en los coches cama tienen una mesita con un cajón que pone «vaso», que yo lo he visto un dí­a que me subí­ en uno a alparziar.

– Hola, ¿y un vaso de noche tengo que pedir?

– Claro, porque además figúrese que haya alguien allí­ que la conozca, se van a pensar que en Canfranc no tenemos ni retretes.

Así­ que la hija, al final de la lista añadió con letra redondilla «un vaso de noche» y dejó a la madre pensativa y cavilante acerca de los vericuetos y disimulos por donde conducirse en sociedad. Amaneció radiante el dí­a, y el tren dio con la señora Pabla en la estación de Jaca, desde donde cogió una galera que la condujo hasta la catedral, donde bajaba siempre a rezar una salve antes de comenzar sus comercios. Anduvo un tanto callada, si no es sombrí­a, porque le preocupaba lo que le habí­a señalado su hija del orinal. Cierto era. Iba siendo hora de que tomara conciencia de que no por vivir en un pueblo apartado de los hábitos y tratos mundanos dejaba de ser una señora de su casa, y con una hija con posibles. Importaba y mucho cuidar el aspecto personal y las maneras, de ahí­ que se habí­a vestido como para ir de bodas, con lo mejor que tení­a por casa, y que la lista ya no acabase en el orinal, sino que le habí­an sido añadidos paños y telas con las que renovar al menos en parte, el sobrio vestuario familiar. Y en cuanto a las maneras, ya bien se habí­a fijado ella en cómo se moví­an y hablaban las señoronas de Jaca, ya, tení­a muy caladas a la hija del coronel, que era una niña de la buena sociedad y estudiaba en Zaragoza, o a las de los Mur, otras niñas bien, pero en ella misma como integrante de esa sociedad mundana no habí­a pensado. Así­ que, toda decidida, enfiló la calle del Obispo abajo hasta dar en la Mayor, y entrar en el establecimiento de Juan Lacasa. Esta tienda era un almacén, ferreterí­a, droguerí­a, drugstore y lo que hiciera falta; cualquier cosa que necesitara alguien de la comarca, en lo de Juan Lacasa la encontraba. La casa tiene puerta a dos calles, las ambas citadas, por la primera de ellas, la del Obispo, entró Pabla al establecimiento, y se dirigió en lí­nea recta hacia un largo mostrador tras el que la esperaba un dependiente con bata azul y lapicero en la oreja. No bien le habí­a dado los buenos dí­as, vio que desde otro mostrador la miraban y la saludaban con la cabeza algunas de las fuerzas vivas feminiles de la urbe: allí­ estaban la mujer del coronel, la de casa Echeto la de la pastelerí­a, la de la botica de Lacadena, y otra que le pareció por la pinta una galinda o una bandresa, todas ellas arregladas y pintadas como si no fuera dí­a de laborar. Dio unos pasos hacia ellas y las saludó con cuanta cortesí­a fue capaz, moderándose en sus expresiones por aquello de no meter la pata, lo que no fue poco. Y las otras le preguntaron por el tiempo allá arriba y si el viaje habí­a sido bueno, y le dijeron que hiciera, que hiciera, que primero sus obligaciones, que ellas estaban allí­ de charrada. Así­ que la señá Pabla, volvió al mostrador donde la esperaba el fámulo orejiprensil, con í­nfulas de gran dama, y fue enumerando algunas cosas de la lista que habí­an de expenderle allí­. Se las fue sirviendo el dependiente, envolviendo algunas con papeles de estraza, y, cuando ya estaba echando cuentas, le dijo el consabido:

– ¿Desea alguna cosa más?

– Ah, sí­ – dijo nuestra protagonista – Un vaso de noche.

Al principio no acabó de encajar el palabro el vendedor, pero como era hombre de recursos y tení­a gran experiencia en la atención al público, que es de vario pelaje y te la suelta por donde menos esperas; tras mesarse un rato la mal afeitada barba, soltó para sí­ un «coño», que menos mal que no llegó a difundirse sonoramente, porque la época no era propicia al exabrupto, y miró con un poco bastante de guasa a la damisela montañesa, y comprendiendo su impostura, le siguió la corriente, que para eso es el cliente quien siempre tiene no sólo la razón, sino las maneras, y uno está para servir metros de liza, clavos y reí­rle las gracias al pagano.

– ¡Ah, sí­!… un vaso de noche, claro… ya caigo… ¿Y de qué tamaño lo quiere?

Y la señora Pabla, que aquello no lo tení­a previsto, hizo cuentas, y le espetó con rotundidad meridiana y clara y alta voz:

– Ah, pos… que quepan dos u tres mierdas.

***Tomás Galindo ©

Dedicado a Ángel Mesado

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