Historias tontas VIII – La señora Nati la boticaria

La señora Nati estaba muy bien conservada, vamos, lo decí­a todo el mundo en el barrio, las mujeres con evidente envidia y un cierto retintí­n, como preguntándose qué pacto tendrí­a hecho con el diablo, y los hombres relamiéndose. Porque la Nati andaba por los cincuenta y. Cincuenta y, son muchos años para andar suscitando miradas rijosas y/o celosas, eh. La señora Nati era viuda, viuda viudí­sima, casi nadie recordaba a su difunto ya, ella habí­a entregado su vida al cuidado amoroso de sus hijas, cuatro, que salieron guapas unas, como ella, e inteligentes otras, como ella también, y que ya viví­an todas su vida, casadas o con oficio. La última habí­a dejado la casa materna hací­a escasos meses y a Nati se le habí­a caí­do la í­dem encima. La casa. Nati, que siempre habí­a sido muy leí­da, estaba empezando a dejarse una pasta en libros, y a chatear (¡huy!) con el mésenguer, pero eso sí­: con sus hijas, que así­ no gastaban en teléfono y las veí­a con la camarita esa, que hay que ver lo que inventan. La señora Nati, hay que decirlo, tení­a la farmacia del barrio «Castaño e Hijos, Farmacia, especí­ficos, fórmulas magistrales», fundada por su padre, y que llevó con su hermano hasta que éste se estableció por su cuenta en otro barrio, y como era una mujer bastante desenvuelta y popular (y emprendedora y moderna), formaba parte de la junta directiva de la asociación de comerciantes del barrio, que fomentaba todo lo fomentable en ese reducido ámbito.
Lo que nadie, pero nadie, sabí­a, es que la señora Nati era una romántica. ¡Ay! Nati devoraba novelas con heroí­nas y amores turbulentos, se grababa todas las pelí­culas lacrimógenas que echaban por la tele, y hasta escribí­a malos ripios en una especie de diario que tení­a, y que, por vergüenza, nunca iba a leer nadie. Además, con quién iba a hablar de sus inquietudes espirituales mientras expendí­a laxantes, pí­ldoras del dí­a después, lubricante vaginal y otras mercancí­as vergonzantes. Otra cosa que nadie sabí­a, y en la que, incluso ella, se negaba a pensar claramente o a planteársela sin tapujos propios, era que le tení­a el ojo echado a un señor.
Concretamente a señor José Antonio, el lotero, hombre de posición acomodada, mayor, pero bien conservado (es lo que tienen los hombres, que se conservan mejor que las mujeres por aquello de que no tienen que parir y dar teta), y que además era simpático y galante. El lotero no se sabí­a si estaba jubilado o no, porque tení­a dos sobrinos trabajando en su establecimiento, y él echaba una mano, pero iba y vení­a a su aire.
Pues eso, que ella un dí­a se sorprendió silbando la canción de «José Antonio» en una reunión de la junta, a la que también pertenecí­a él, y mirándole con ojos de ternera degollada. í‰l, al oí­r el silbidito se volvió y le lanzó una sonrisita aviesa que le hizo ponerse colorá, como la otra canción, y callarse en mitad de una nota. El caso es que unas cosas llevaron a otras, y empezaron a tropezarse aquí­ y allá, a charlar animadamente, a encontrarse en sitios donde antes no se encontraban, a decirse lindezas y cumplidos, y a quedar, eso sí­, entre amigos, para ir a a la presentación del equipo de fútbol del barrio o a la entrega de premios del concurso de redacciones. í‰l, ya lo he dicho, era un señorón a la antigua, elegante vestido de esport, alegre y colorido, pero con su puntico de galán a lo Carlos Larrañaga, vamos, y sabí­a decirle cosas entre pí­caras y admirativas que la dejaban estremecida:
-Usted sí­ que lo pone a uno bueno, Natividad, y no el ibuprofeno.
Y la llamaba Natividad, enteramente, como hací­a su difunto, despertando en ella sentimientos que, fuera de los ensueños provocados por sus novelas, tení­a harto sepultados en el recuerdo. El caso es que, entre los pañuelos de seda que gastaba al cuello José Antonio, sus bien peinadas y señoriales canas, su trasnochada galanterí­a, y lo en barbecho que tení­a Natividad el lánguido espí­ritu… que se coló por él.
Se coló por él y sus sueños pasaron a tener cara, y ojos y voz, y pañuelo de seda al cuello de la abierta camisa, y a hacerse ilusiones. Porque se veí­a que lo de él también era fijación, sí­, sí­, el lotero comenzaba a denotar un vivo interés hacia su persona. Ya no era sólo Nati la que hací­a por tropezárselo, se veí­a que él también poní­a de su parte, y dejaba cualquier conversación por ir a hablar con ella, y en cuanto ella aparecí­a él no tení­a ojos para otra. Y qué requiebros, y qué galanuras. Nati no podí­a sino concebir esperanzas. ¿Y si fuera el hombre de su vida, a estas alturas? Esa pregunta le provocaba retemblí­os, ilusión, azogamiento, zozobra. Sobre todo, estaba el hecho de que José Antonio gastaba con ella una finura que otros no podí­an ni soñar, porque Nati habí­a tenido proposiciones, pero qué burdamente expresadas… ¡uno hasta quiso tocarle el culo en la verbena, allí­ delante de todo el barrio! ¡Jesús! Lo último que habí­a oí­do de sus labios la habí­a dejado hecha un mar de dudas, y como en el verso ese tan bonito de Machado, sentí­a su corazón como el panal donde las abejitas fabricaban blanda cera y dulce miel.
-Un dí­a tendré que decirle algo, Natividad, de lo que no me arrepienta al llegar a casa.
¡Jesús, Marí­a y José, eso sólo puede significar una cosa…! Así­ que Nati, ya tení­a el corazón en un puño, esperando que él se lanzara de una vez y se le declarase. Ella fabulaba lindos momentos a la luz de la luna, en un banco del parque, él arrodillándose con un pedrusco de catorce kilates para ponerle en el dedo… O bien, en un arrebato, le robaba un beso y le confesaba su pasión y la ceguera y adoración que sentí­a por su persona. ¡Ay! ¿Cómo será el momento, de qué manera me lo pedirá para yo poder bajar los ojos tí­mida, ruborosa, y confesarle la reciprocidad de mis sentimientos? se preguntaba.
Al fin, una tarde en que se encontraron, o bien él se las arregló para encontrarla a ella a solas y discretamente, José Antonio la cogió con suavidad por un codo y, aproximando los labios a su oí­do le dijo:
-Natividad, yo querrí­a hablar con usted… seriamente.
-Dí­game, José Antonio, dí­game. -le respondió ella con voz entrecortada y, ahora que llegaba el momento supremo, con un nerviosismo que no recordaba desde que era mocita.
-Usted habrá observado que yo… bueno, que usted… en fin, vamos… que no me resulta indiferente.
-Algo he notado -dijo Nati confusa-
-Y yo, bien, en este momento de mi vida, y, claro, de la suya, habí­a pensado que… usted y yo, usted que es una mujer tan hermosa, y yo que, al fin y al cabo tengo mi vida resuelta… Pues que, vamos, que podrí­amos apañarnos.
-¿Apañarnos?
-Bueno, nuestros negocios marchan solos, y usted y yo estamos así­, solos. Podrí­amos viajar, divertirnos, no tenemos que darle cuentas a nadie si usted viene a mi casa alguna noche o yo voy a la suya. En fin, estamos en una buena edad y podí­amos disfrutar el uno con el otro.
-Apañarnos…
-Eso es, ya no somos unos chiquillos para pensar en amores, pero sí­ en una relación liberal, sin ataduras y divertida.
-Apañarnos…
-Yo creo que es una buena idea ¿eh?
-Señor mí­o ¡váyase usté a tomar por culo!
-¡Pero Nati, qué le pasa, no querí­a ofenderla!
-¡Será cabrón! ¿Es que me ha tomado por una puta el sinvergüenza este? ¡Mecagüen tu puta madre, cabrón!
Y comenzó a perseguirle, a bolsazos, ante la mirada atónita de los presentes que no se lo creí­an, arrojándole vasos, y ceniceros, y una silla, y con las lágrimas saltándosele en los ojos.
-¡Cabrón, será rufián, caradura, hijo de siete leches, guarro, malnacido…!
Hasta se quitó un zapato y se lo tiró.

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