La prueba


Nunca le habí­a dado tan fuerte. Estaba casi, casi seguro, de que esta vez era la buena, la definitiva. Nunca antes habí­a sentido algo así­ por una mujer, tan profundo, tan placentero; nunca se habí­a visto estableciendo un lazo de comunicación como el que tení­a con Azucena. Eran almas gemelas.
Habí­a llegado la hora de la prueba.
Conoció a Azucena, dónde si no, en la biblioteca del pueblo. En realidad la tení­a vista, una mujer que no llamaba precisamente la atención, discreta, vistiendo vaqueros y blusas, vestiditos floreados que le daban un cierto aire antiguo, parecidos a aquellas enaguas que llevaban nuestras abuelas. Con sus gafas de concha y su pelo recogido era la imagen misma, estereotipada, de su propio oficio: maestra. Azucena, bien que mal, desasnaba a chicos y chicas en la escuela local, antes de que fueran al instituto. Y él, luego, en el instituto, procuraba encauzarlos hacia la formación profesional, para que salieran buenos fontaneros, cocineras o modistas y no engrosaran las filas de intelectuales con í­nfulas y en el paro.
Habí­a ido a buscar un libro de T.S. Eliot y, oh sorpresa, estaba cedido ¡desde cuándo habí­a alguien interesado por la poesí­a en aquella aldea! Al principio le habí­a fastidiado bastante, a Silvio le fascinaba la poesí­a y, sabedor de que carecí­a del don poético, escribí­a extensas y farragosas crí­ticas poéticas que mandaba a sesudas revistas de cí­rculos intelectuales y universidades, donde, a veces, se los publicaban, llenándole de merecido orgullo.
Le habí­a fastidiado. Ahora estaba empeñado en un estudio sobre el funcionariado y la burocracia en la poesí­a y, claro, pensaba empezar por Eliot y Baudelaire. Se puso a mirar otros libros de poesí­a que habí­a en el olvidado estante del rincón. Los habí­a leí­do todos, todos los que no tení­a en casa, claro. En casa tení­a muchos más que la biblioteca pública. Les fue echando un vistazo y comprobó, sorprendido, que sólo habí­a dos usarios que los leyeran: él mismo, y el socio número 50.

-Disculpa ¿sabes si van a devolver pronto este libro de Eliot? -dijo mostrando la ficha a la bibliotecaria.
-Ah, sí­… -contestó ella- Lo tendrá Azucena, la maestra nueva, que es una devoralibros. No creo que tarde ¿quieres que te avise?
Azucena, habí­a dicho, y la maestra nueva. Sabí­a quién era, la habí­a visto un par de veces, al fin y al cabo la escuela era fronteriza con su instituto, pese a que no compartí­an más que la acera, y se habí­a fijado en ella, la maestra que sustituyó a doña Pilar cuando la trasladaron.

Esa misma tarde se conocieron.
-¿Así­ que tú eres la que me secuestra a Eliot?
-Sí­, yo, ya me lo ha dicho Marí­a. Me parece que somos los únicos lectores de poesí­a que hay aquí­.
-De lo cual me alegro, antes era yo solo, así­ que bienvenida al rincón oscuro de la biblioteca.
-No sé si voy a venir mucho más al rincón oscuro este, ya me los he leí­do todos. En realidad tengo yo bastantes más libros de poesí­a en casa de los que hay aquí­.
-¿Ah, sí­? Pues como yo…
Y unas cosas llevaron a otras, y se vieron cenando juntos en el figón de Paco, comiendo chuletas de ternasco con ambas manos y bebiendo un horroroso cariñena capaz de levantar a un muerto.
-Ojo, que este vino se sube a la cabeza y luego vas a andar diciendo tonterí­as, eh.
-Mejor, yo digo muchas tonterí­as, me dedico a eso. Mañana me toca dar «lite» y tengo que decir que la celestina es la leche y la hostia y el rien ne va plus, y mandar a los chicos que la lean ¡de esta abandonan todos el gusto por la lectura, fijo!
-Alguno quedará que sobreviva ¿no?
-No, de esta tanda no, hace ya como tres o cuatro cursos que les mando leer la celestina y acabo con las pocas ganas de leer libros que pudieran tener. -se limpió el bigote con un servilletón a cuadros, y echó más vino a Azucena- Animalicos.
-Sí­, me temo que es una dura prueba para un tierno infante… pero yo la pasé. Y aquí­ me tienes: hice la tesina con el quijote de Avellaneda.
-¡No es posible!
Y cuanto más hablaba con ella más y más le gustaba, más y más veí­a en Azucena un alma gemela. Es más, cuando sonreí­a, y sin las gafotas que, dijo, sólo usaba para leer, estaba mucho más atractiva. Y en cuanto a lo que Azucena veí­a en Silvio, qué puedo decir: habí­a encontrado al hombre de sus sueños donde menos iba a esperarlo, allí­, en el último rincón del mundo, en el sitio que habí­a escogido para pasar su vida entre sus libros y sus estudios, aquello que daba sentido a su existencia.
Aquella fue la primera de muchas cenas. A los dos les gustaba pasar la tarde entregados a sus trabajos de literatura, y luego reunirse a cenar y comentarlos rebañando huevo frito y bebiendo un cariñena que manchaba el vaso en casa Paco. Después, para bajar la cena, daban un paseo de punta a punta del pueblo; a veces subí­an a la cercana hermita y uní­an al cricrí­ de los grillos el de sus propias conversaciones sobre Quasimodo y Sbarbaro, sobre Pope y Milton, sobre Sabines y Sabina.
-¿Sabines y Sabina? ¡Jajaja! Eres un encanto.
Y se dieron un beso. Un beso que empezó entre risas, y que al juntar los labios adquirió seriedad y trascendencia. Un beso que distaba mucho de ser un juego de niños. Se dieron cuenta de que habí­an pasado un puente y que la relación ya era otra, ya no el parloteo de los intelectuales, que abarcaba más allá de sus gustos estéticos.
Entonces fue cuando Silvio empezó a sufrir. Porque sabí­a, presentí­a, lo que le esperaba. Porque no sabí­a si podrí­a pasar la prueba definitiva que le demostrara que Azucena era la mujer de su vida, su otra mitad. Y él lo querí­a de veras, con toda su alma, y a su modo de intelectual agnóstico, rezaba para que la superase.
-No seas tonto, lo estoy deseando.
Estaban en la puerta de su casa, de noche. Olí­a a jazmines y sonaba una cigarra en el jardí­n. í‰l la abrazaba con vehemencia y la miraba a los ojos.
-Lo estoy deseando. Pasa.
Le cogió de la mano y lo condujo hasta su alcoba, una alcoba alegre y femenina, de colores suaves.
-Ninguno se acabó la celestina.
-¿Cómo?
-Que ninguno acabó la celestina, ninguno pasó la prueba.
Azucena entendió.
-Yo la pasé. Y yo voy a pasar esta prueba contigo. Porque tú me estás probando -Se miraron fijamente- Hay algún motivo por el que esto es muy importante para ti. Llevamos casi un año saliendo juntos, y no somos unos niños precisamente, y hasta hoy has ido evitando el momento de hacerme el amor. Sé que es importante para ti, y quiero que sepas que te quiero, que soy tuya, y que si esto es una prueba que me haces, la quiero pasar. Por ti.
Y se besaron locamente, ardientemente, imprudentemente. í‰l soltó un sencillo botón en su espalda, y el vestido de ella cayó al suelo descubriendo un cuerpo bonito, más bonito de lo que podí­a parecer, con unas braguitas de niña buena, y nada más. Y Silvio la fue besando centí­metro a centí­metro, mientras ella se dejaba besar y le abrazaba y cerraba los ojos. Le quitó la camisa dejando un beso a cada botón, tiernamente, y tiernamente le aflojó el cinturón y dejó deslizar los pantalones. El salió de los pantalones tirados en el suelo y Azucena, abrazándolo, bajó las manos a su calzoncillo y comenzó a bajarlo. Entonces lo vio. Era un pene enorme, duro como la piedra, y apenas podí­a abarcarlo empuñándolo con las dos manos. Le miró a la cara con ojos espantados. í‰l la besó y sólo dijo:
-Ven.
Luego… cómo contar lo que pasó luego, cómo evocarlo, cómo recordarlo. Sólo supo que algo la invadí­a, la llenaba, la rompí­a y la volví­a al mundo puesta del revés. Silvio era sabio y la manejaba con sabidurí­a, a su antojo, y ella era feliz dejándose. Nunca habí­a sentido nada parecido. Era otra mujer. Arañaba y gemí­a y gritaba. Gozó una y otra vez hasta que perdió la cuenta, si es que llegó a llevarla. Le dolí­a. Le dolí­a y al mismo tiempo disfrutaba como no pensaba que pudiera disfrutarse el sexo. Y entonces sobrevino ese algo más, ese placer preñado de dolor que nunca habí­a conocido, ese summun que le hizo parecer que levitaba y que su pene crecí­a hasta llenar cada uno de sus huecos, hasta tocar cada una de sus ví­sceras. Clavó las uñas en sus riñones, sintió que el placer la hací­a babear, se agitó, y se orinó dulcemente con los ojos en blanco.
Se durmió, o se desmayó, o se fue del mundo, y cuando volvió a abrir los ojos vio que Silvio estaba remetiéndose los faldones de la camisa por dentro del pantalón, y lloraba. Lloraba agriamente, con desesperación. Ella se quedó aterrada, sorprendida. ¡Qué estaba pasando!
-Qué… qué sucede ¿adónde vas, qué te pasa? -se le saltaron las lágrimas y comenzó a sentir un peso muy grande en el pecho que no la dejaba respirar- ¿Qué he hecho mal?
-¡Déjame! -Le dijo Silvio con rabia mal disimulada.
-¿Qué te he hecho? ¿No he pasado tu prueba? ¿No ves que me has vuelto loca, que nunca habí­a soñado sentir algo así­? ¿No ves que ya, ahora, no puedo sino desearte y querer volver a ser tuya como hace un momento? ¿Qué más quieres?
-Déjame -Volvió a decir él, ahora con una profunda tristeza.
Y ella, deshaciéndose en llanto, le suplicó, le rogó, le pidió por sí­ misma como una posesa, como le piden a dios los arrepentidos.
-¡No me dejes, por dios no me dejes! ¿No ves que soy tuya? ¿No ves que no voy a poder volver a vivir sin ti? Ven, acuéstate conmigo de nuevo, ven, haz de mí­ lo que quieras. Ven… No me prives de ti, de tu sexo, de tus brazos, ven… vuelve…
Y allí­ se quedó, anegada en llanto, destrozada por dentro y por fuera, escuchando un portazo que fue como un tiro de gracia. í‰l habí­a dicho, solamente…
-Eres como todas, ya no me quieres a mí­, ya no ves más que polla, ya no me quieres sino para tu placer. ¡Pues yo no soy eso! ¡Yo no soy mi polla, yo soy yo! ¿Entiendes?
Y se fue, Silvio se fue, con las lágrimas resbalando por sus mejillas, el cierzo en la cara, la noche clara y fresca. Una luna tan grande. Y caminó hasta la soledad de su casa, entre sus libros, a través de la noche clara y fresca recitando a voz en cuello por el desierto paseo del pueblo…

¡Tú, que estabas conmigo en los mares de Mylae!
Ese cadáver que plantaste el año pasado en tu jardí­n
¿Ha empezado a retoñar? ¿Florecerá este año?
¿O la escarcha repentina le ha estropeado el lecho?
¡Ah, mantén lejos de aquí­ al Perro, que es amigo del hombre,
o lo volverá a desenterrar con las uñas!
¡Tú! Hypocrite lecteur -mon semblable- mon frére!

Tomás Galindo ®

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