De jira

La de tiempo que hací­a que no preparaba yo un almuerzo campestre ¿dónde habrá escond…guardado esta mujer la fiambrera? Porque uno es un clásico de los de fiambrera. En tiempos, cuando éramos incivilizados y aún sabí­amos encender un fuego en el monte sin quemarlo, ciencia que hemos perdido, lo mejor era preparar una parrillada de chuletas de cordero, conejo, longanizas, cebollitas tiernas… Pero ahora que si prendemos una hoguera no sabemos escoger el sitio, ni hacerlo sin elegir un combustible que no se lleve chispas incendiarias a cientos de metros, ni apagarlo; o sea: ahora que ya no sabemos cocinar fuera de una cocina, lo mejor es llevarlo todo en la fiambrera. El proceso artesanal (o artí­stico) de preparar un comidita campestre comienza friendo los ingredientes de la tortilla. En este caso el calabací­n. También puede ser de patata con cebolla, pero el calabací­n es tan jugosito, y está ahora mismo tan en su momento que me decanto por la suculenta cucurbitácea; un buen calabací­n que harí­a gozar a más de una con su visión, cuatro huevos, aceite, sal, sartén… y poquito a poco. Aparte voy majando la salsa campestre, yo la llamo chimichurri porque se parece a la clásica argentina sin serlo: ajo, estragón, tomillo, pimienta, aceite, vinagre y sal dan un gusto riquí­simo a cualquier carne o ave que se vaya a comer uno frí­a en el campo. Normalmente se lleva un pollo asado, o medio, pero como somos dos y tenemos tortilla, me conformo con freí­r a fuego lento dos muslos de pollo deshuesados y sin piel (qué sano) que luego bañaré en salsa. Ensalada, por supuesto, lechuga de esa verdecita y tierna, cebolla dulce (de Fuentes de Ebro que es la mejor) y unos tomates de pera en su punto; el aliño lo llevo en un bote aparte para que no se ablande la ensalada por el camino. De postre más cucurbitácea, una supertajada para dos (o más) de melón. Está dulce y rico, lo llevo en la neverita portátil, junto con dos cervezas sin alcohol. Y luego, para entre horas, una tableta de chocolate (imprescindible en el campo). Cubiertos, servilletas, bolsas para la basura, mantel… se mete todo en una mochila, se agita y se le pegan dos patadas para que todo encaje y quede bien estibado.

El siglo de las luces


-¿Realmente pasará a la historia con ese nombre? Es el que le pusieron a principios de siglo, acordaos, cuando las ciudades empezaron a tener iluminación nocturna, gas, bombillas, el inicio de la industrialización que empezó a asomar en el XIX. Pero han pasado tantas cosas en ese siglo que lo de las luces quedará en lo anecdótico y no en lo histórico.
-Seguramente, yo más bien me inclino a pensar que el siglo XX será conocido en la posterioridad como el siglo de la inteligencia artificial. La invención del ordenador, ese es realmente el gran hito de la humanidad -A mi amigo Pepe le gusta usar de palabras grandilocuentes, como hito o humanidad- Ha sido el impulsor de todo lo demás, el byte, el procesador. Ese ha sido el gran cambio del siglo.
-Pues fí­jate que yo no creo que fueran tan descaminados con lo de las luces -Y a Marcelo lo que le gusta es llevar la contraria- Al fin y al cabo el procesador nada de nada si no se hubiera extendido el uso de la electricidad. Antes de la gran red de ordenadores fue la gran red de enchufes.
-Eso, eso, la red -terció Amadeo, que era el cuarto en la partida- dejaos de bytes y procesadores, eso sólo son herramientas, lo realmente importante del siglo ha sido el establecimiento de la red mundial, de internet, del concepto de aldea global. Eso era algo impensable, estar en contacto en el momento con cualquier parte del mundo, saber ahora mismo lo que pasa en Nueva Zelanda. Fijaos que las influencias más grandes en las idas y venidas de los pueblos vienen de su propia historia, a uno antes le influí­a su abuelo; ahora no, ahora nos influye más lo que viene del Japón que lo que viene de lo que hicieron nuestros mayores. Antes no se tení­a conocimiento de lo que pasaba en otros pueblos, ahora sí­. La globalización es lo que marca definitivamente el siglo XX.
-¿Me vais a dejar hablar? -dije ya en tono definitorio- Yo pienso que tenéis y no tenéis razón, todo eso que decí­s es importante, pero pienso que el descubrimiento del siglo no es el ordenador, ni el acercamiento entre los pueblos, ni la luz, no. El descubrimiento del siglo XX es la mujer. Hasta ese siglo la mujer apenas era un comparsa en los devenires del mundo, era la esposa, la madre, el ama de casa, poco más. En este siglo ha adquirido personalidad propia, se ha escindido, o empezado a hacerlo, del hombre. La humanidad ha empezado a recuperar en el siglo XX a la mitad de sí­ misma. Es en este siglo cuando la mujer ha dejado de ser la paridora de hijos, la compañera del hombre, el cero a la izquierda, para tener entidad propia, voto, decisión, peso en la sociedad y la historia. El siglo XX es, definitivamente, el siglo de la mujer.!
-¡Mirá, dejí te de fregar con que si las minas hemos conseguido esto y lo otro! Qué panda de pelotudos, si eso fuera verdad yo estarí­a jugando con vosotros y vos andarí­as en la cocina. ¿Te venés conmigo, eh? Manga de boludos. Dejí te de milongas, el siglo XX ha sido un cam-ba-la-che, que ya lo dice el tango. Y no pensés, que si pensás luego te da jaqueca y le echás la culpa a que has tomado mucho, y es de pensar. Vos poné la mesa, vos Pepe, cortá pan, y vosotros dos vení­s conmigo a sacar el asado. ¡El siglo de la mina… lo que tiene una que oí­r

¿Y tú, qué piensas?

Contra las bragas de tirilla.

De cuantos inventos discurre Satanás para incomodarnos la existencia no hay uno que dé mayor repelús que el de las bragas de tirilla, también llamadas «tanga». Además de lo que debe de incomodar a quien lo porta tener metida por la hendidura nalgar la tira de tela, y ese escaso triángulo que apenas tapa la otra hendidura, cuando no se menea y se va para un lado hecho un gurruño; ese impúdico ropaje, esa prenda que es la menor cantidad de ropa que merezca tal nombre, está causando irreparables daños en la libido masculina. Este pueblo de culibajas y anforiformes, de panderos que son solaz de albañiles y comentario de junta de vecinos; este hembraje de posaderas magní­ficas, necesita de una brida que guí­e tan mórbidas carnes, de una cincha que ciña panderos tan explosivos.
Defiendo, pues, el uso de aquellas bragas antepasadas, blancas de muchacha inocente, negras de señora apetecible, de cariñoso y tierno algodón, de raso prometedor; aquellas bragas hasta el ombligo por las que metí­as la mano y cabí­a entera; con sus puntillicas coquetas, que si era la de puntillicas ya sabí­as tú que te habí­an puesto el semáforo verde; aquellas bragas Princesa con su evidente costura y su refuerzo conejil; aquellas bragas tersas, prietas, duras, impellizcables, bragas para culos importantes. Ay, aquellas bragas que eran como bolsillo para mano de novio, acogedoras y cálidas ¡mucho mejor que un cucurucho de castañas asadas, dónde va a parar!. Con aquellas bragas una mujer podí­a ir vestida por casa, y a la vez fresca y veraniega, con sólo su vestidito floreado o su bata. Con aquellas bragas podí­a una mujer visitar a su médico sin desdoro para el honor, y coquetear con sus pretendientes sin cargo de conciencia, porque con aquellas bragas una se sentí­a protegida de sus ataques rijosos; aquellas bragas, bien usadas, eran una barrera impenetrable contra las maniobras y pretensiones masculinas más tozudas. Con aquellas bragas y una jaqueca, una mujer se convertí­a en bastión de sí­ misma.
¿Qué puede quitarse una cuando sólo lleva una braga de tirilla? ¿Qué se puede dar cuando no se tiene? ¿Qué se puede mostrar cuando la ropa más que velar enmarca? Las bragas de tirilla no son sino una minucia, para culitos modernos de niña pija; culitos que no son de buen asiento, sino para apoyarse en taburetes de pub, en motos y en bordillos de acera. Las bragas de tirilla son para bailar a saltitos y para mear en callejones traseros. Las bragas de tirilla son para echar polvos sin prolegómenos, polvos deportivos, polvos con condones de colorines, polvos mascando chiclé; qué lejanos de aquellos otros con cama de hierro y sábanas de hilo bordado, aquellos polvos que empiezan poniendo del revés al Sagrado Corazón de Jesús para que no nos mire inquisitivo, y que acaban haciendo anillos con el Ducados, la almohada doblada en la espalda, los dedos entrelazados y las bragas colgadas de los barrotes del cabecero.
Un buen culo macizo multiplica su valor cuando está a duras penas contenido por unas bragas tensas como piel de tambor, entonces suenan las palmadas dadas en él mejor que la filarmónica, añadiendo al regalo del ojo y el tacto ese otro del oí­do, tan ameno y de tanto entretenimiento. Las bragas de toda la vida son un producto lúdico legado de nuestros mayores, que ejercí­an lamineros los placeres venéreos, sin prisas, saboreando los procedimientos y deteniéndose morosos en cada esquina del cuerpo femenino, deleitándose en cada lunar y palpando y sopesando cada mollita apetitosa.
Volved, mujeres, volved al uso de este producto patrio imperecedero, muestra y ejemplo de pubis familiar y de culo como de andar por casa, vuestros chichis y vuestros hombres os lo agradecerán.
(A Su, por la inspiración)

mi amiga

mi amiga tiene la piel de rosa
mi amiga tiene los ojos negros
mi amiga duerme como una niña
mi amiga tiene tibio el aliento
a ella le gusta fingir que duerme
y yo hago como que me lo creo
y la destapo poquito a poco
poquito a poco por ver si aprendo
una por una sombras y claros
peca por peca vello por vello
y viendo que hace como que duerme
cómo me gusta perder el tiempo
Tomás Galindo ®

Monumentos

No, a mí­ no me gusta visitar monumentos. Con lo que me gusta andar por ahí­ mirando por el ojo de la Canon y lo poco que fotografí­o los tí­picos monumentos. Suelo huí­r de castillos, palacios, tumbas de próceres y, sobre todo, de iglesionas, las iglesionas es que las detesto. Soy capaz, eso sí­, de trepar riscos y nadar pantanos para hacer la foto de un árbol, o coger un paisaje desde el ángulo adecuado o con la luz idónea. Pero piedros no, gracias. Aparte del retrato, esa ciencia dentro del arte, que me apasiona y en la que obtengo suspenso tras suspenso, lo que siempre me ha llamado la atención cuando voy por ahí­ viajando con la cámara son las casas, las casas normales y corrientes que se puede encontrar uno en cualquier rincón. Esas casas bonitas, cuidadas, con su maceta de geranios o su macizo de hortensias; esas casas pintadas de vivos colores o que muestran sus recias piedras; casas que denotan vida interior, casas a las que se supone un alma que le asoma en los visillos bordados y en el gato que otea en el tejado. Paro el coche, miro, y me digo ¿cómo será vivir en esta casa? ¿Se oirá el viento soplar las yedras que ascienden por la fachada? ¿Crujirán las maderas por la noche como un galeón en alta mar? Recuerdo que en mi casa del pueblo habí­a en primavera un ruido de mil demonios cuando iba a acostarme a altas horas de la madrugada: el maderamen que se desperezaba, los gatos arañando el techo con sus riñas o sus amorí­os, el puto grillo, varias familias de pajarillos intimando o charlando de esto y lo otro, un millón de ranas en el riachuelo. Y yo me dormí­a como un ceporro al minuto de poner la oreja en la almohada (¿o esto tendrá que ver con la tranquilidad espiritual?). Voy por ahí­ de vacaciones y tengo que mirar cuatro veces la sombra que me cobija para darme cuenta de que es una de esas iglesias de gran mérito, en cambio freno cuando veo una de esas maravillosas casas, más bonitas que las de los cuentos que ilustraba Gustavo Doré. ¿Qué libros contendrán sus estanterí­as, qué botes de confitura casera, qué figurillas talladas en duro boj? A veces uno se planta delante de una de esas casas y se dice: esta podrí­a ser, perfectamente, mi hogar.

Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás Pincha y verás