Soy paralelo. No confluyo.

 

Soy paralelo.
No confluyo.
Lo tengo comprobado.
Por más que me estiro en el tiempo, por más que avanzo,
por más que camino y camino junto a la gente no acabo de juntarme a ella.
Dice la norma matemática que en el infinito
pero yo al infinito, fuera de lo matemático, lo llamo lo imposible.
Así voy: al lado pero sin integrarme en el confuso enunciado de gente.
Al menos visto desde mis ojos.
Señalo todo esto a modo de curiosidad, no es que me importe.
En realidad no sé si me gusta la gente.
Ni si me disgusta.
Simplemente no sé
si si gustar la gente es un concepto que puede expresar una verdad
o si simplemente es una forma de hablar que no va más allá de la voz
y no representa un pensamiento real.
Me gusta la naturaleza.
Eso es una certeza.
Pero ¿me gusta la naturaleza?
Es algo que veo con claridad.
¿Eso significa que me gusta que me piquen los mosquitos,
que las ortigas me produzcan sarpullido,
que la tormenta me llene de barro y me deje aterido y espantado?
Cómo va a gustarme lo que me atemoriza y daña.
Porque la naturaleza es lo que es y no piensa en mi comodidad o mi salud.
En principio parece que la naturaleza piensa en mí,
me da el olor
ese olor indescriptible, ancho, que entra con el aire
pero también por la vista y la piel de las mejillas frescas;
me da lo inabarcable del azul,
la confusión de líneas y colores,
la población de sus habitantes con una mente común, simple,
ejemplar en su equilibrio.
Y entonces sí pienso que la naturaleza es una diosa gentil que me da todo eso pensando en mí.
Y me quedo como un niño balbuceante,
contrariado cuando le niegan una mañanita de solana para volar cometas
y le castigan con un acerado vendaval lluvioso y helador.
Entonces la naturaleza es esa maestra antipática que te manda al rincón de pensar.
Eso no me gusta.
Entonces ¿no me gusta la naturaleza?
Veo que la naturaleza comprende, abarca, lo que me gusta y lo que no me gusta.
Y quizá lo que no me gusta de la naturaleza sea lo que hace que yo me pueda entender a mí mismo.
Y entender las líneas paralelas.
Quizá voy en paralelo, quizá hasta en la misma dirección,
quizá por la misma calle.
Pero mi paso es mi paso y yo soy capaz de advertirlo separadamente del ruido de los demás,
del tránsito, del tráfago.
Hay algo de paz en ir en paralelo.
No puedo decir que no me gusta la gente, algunas personas me gustan,
algunas personas me gustan siempre,
en algún momento me gustan muchas personas,
en la mayoría (de las personas, de los momentos) no pienso nunca.
Elijo un lugar al azar, uno lejano en la geografía: Oceanía
¿he de pensar, interesarme, preocuparme, por la gente de Oceanía?
¿Son más lejanos a mí que ese individuo con el que me cruzo por la calle y al que tampoco conozco?
¿Qué hace más próximo a mí a alguien de mi vecindad que alguien antípoda?
¿Las afinidades personales se pueden reducir a lo geográfico?
¿Importa, por lo tanto, que la gente me importe si es una cuestión de metros o kilómetros?
¿Y si me tiene que importar hay una escala de gradación para que unos me importen más que otros?
¿En función de qué?
¿Al final no sería eso decir que es más importante una persona que otra según mi propio gusto?
¿Y si una persona puede ser más importante que otra según mi preferencia
no es eso más que otra boca del abismo por el que la humanidad desciende a sus infiernos?
¿No deberían parecerme e importarme igual todas las personas por una cuestión de higiene moral?
¿No son demasiadas preguntas para hablar de a dónde se dirige la humanidad
en sentido geométrico ni en sentido filosófico?
¿Existe la humanidad como existe el bosque,
es decir, como un concepto gramático inventado por el hombre
como si un bosque no fuera un árbol y otro árbol y otro y otro árbol,
y nosotros no los consideramos árboles sino otra cosa que no saben que son
y que, en suma, no son?
Me gusta la geometría, es más verdadera que la gramática,
incluso que la matemática, tan conceptualmente alterable,
en geometría no se suman peras y manzanas
pero tampoco se suma una pera y otra pera si van en distinta dirección
porque son insumables.
Al final si se nos compara con peras se nos comprende mejor que si se nos compara con dioses,
graves conceptos filosóficos, trampas del lenguaje.
El lenguaje es una trampa donde los incautos dejan las líneas abiertas
y descubren las cerradas, los círculos, los polígonos,
que sin principio ni fin se contienen a sí mismos.
El pensamiento sin el lenguaje avanza, quizá no rectamente,
quizá de forma sinuosa, ni en el mismo plano,
e pur si muove.
¿Has visto a los rumiantes? Parece que hablan.
¿Has visto a los que hablan? Parecen rumiantes.
A los que se mueven apenas se les puede ver y nunca se les ve bien.
Es lo que tiene el movimiento, que no se define como la palabra estática.
Uno hace, uno piensa, uno inventa, y aún no existe la palabra que lo dice.
Lo nuevo, lo recién creado, aún no tiene voz.
Luego es la palabra la que lastra la idea, le pone condiciones, adornos, cremalleras,
pero cuando está pensándose… ¡qué libre mariposa el pensamiento,
qué pompa de jabón colorida la idea creándose!
Y la gente, esos que van en paralelo a mí, cargados de libros, de palabras,
de palabras, de palabras, tan definidores.
Mira un rayo, nadie sabía lo que era hasta que lo vio.
Y al ver un rayo lo llamaron rayo.
Pero es que ahora ven otro rayo, uno distinto, uno nuevo, que no es el primero que existió…
y lo llaman rayo. Como aquel.
Pero es otro.
Debería tener otro nombre: es otro.
La palabra es ante todo y sobre todo una forma de engaño.
Coge una palabra, ábrela en canal, arráncale la piel,
verás que no tiene vísceras ni sangre ni músculo
que es solo el envoltorio de algo pero no es ese algo.
Así estamos comunicándonos no con cosas y conceptos sino con mentiras,
con peladuras, envoltorios, cáscaras.
Cómo puede una persona decir algo a otra usando tan imperfecta herramienta,
por fuerza ha de equivocar lo que dice y la otra equivocar lo que oye
y del habla nace el error, lo negativo, la disputa.
Si fuera una transfusión de sangre en vez de un verbo dos personas no discutirían.
Si fuera un coito, un beso, en vez de un adverbio o una preposición,
se sabría la saliva o el semen como no se llega a saber el contrato escrito y firmado.
Así temo referirme a los otros y de los otros
como temo la picadura de los mosquitos o la insolación
o me alcance un rayo y me mate
(y lo llamo rayo para que tú me entiendas,
porque yo ya lo pienso desnudo de toda etiqueta humana).
Así temo ir entre otros y que quiera decir pera y entiendan pero,
o que me digan pero y abra las manos y saque la navajita para pelarlo.
Y así voy con la gente,
pero sin la gente,
sin confluir,
sin saber cómo puede verme desde lo alto la lechuza del campanario
y si pensará en mí como una persona
o como bosque.

Tomás Galindo ©

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