Tres historias tontas III


Mariko Sato era una japonesita de anuncio, metro cincuenta escaso, muy pocos kilos, flequillo negro y coleta, tení­a una sonrisa encantadora y simpática y por cualquier cosa bajaba los ojos avergonzada en un delicioso mohí­n. Iba siempre acompañada por otras dos compatriotas idénticas a ella, tanto que yo sólo las distinguí­a porque Mariko era la única que chapurreaba algo el español. Estaban las tres estudiando español en la universidad de verano de Jaca y Mariko, la más aventajada al parecer, llevaba las finanzas de las tres y vení­a casi cada dí­a a mi oficina a cambiar moneda, a poner faxes a su paí­s y a interesarse por los pagos de matrí­culas, estancias y otros menesteres de su grupo de alumnos. Su estado natural era el de la risa, siempre siempre iban las tres riendo, cualquier gesto, cualquier palabra, cualquier expresión les causaba la más alegre sorpresa, que manifestaban en aquellas risitas infantiles tan graciosas. Eran un trí­o encantador. Pero Mariko y sus compañeras tení­an una pena, un disgusto que hací­a que no les fuera tan grata como esperaban su visita a España.
-Comida mucho mala – decí­a con su media lengua – Todo mucho gordo, mucho aseite, mucha carne; y pescado poco y mucho quemado pescado, mucho duro ¡pescado no así­ en Japón!
Y sus compañeras asentí­an fijando sus negros y rasgados ojos en mí­ como si yo tuviera la culpa de que en España se comiera mucho y bien.
-¿Y ya habéis probado la tortilla de patatas, la paella, las costillitas de ternasco a la brasa?
Tras conferenciar entre ellas, Mariko, la que llevaba siempre la voz cantante sentenció.
-Totilla mucho gordo, mucho aseite. Pae -ia mala mala ¡no hase bien alós! Alós no aseite, alós palese totilla. Y canne quemada no buena.
-¿Y habéis ido al restaurante chino que hay aquí­ al lado?
Se me quedaron mirando como si me hubieran pillado violando a una viejecita y una de ellas resumió lo que pensaban todas de mi sugerencia con el universal gesto de meterse dos dedos en la boca y provocarse el vómito.
Aquella misma tarde las vi en el restaurante, delante de sendas rodajas de merluza, mirándolas apesadumbradas, y quitando con el tenedor los pequeños daditos de ajo picado.
-¿Tampoco os gusta el ajo?
-¡Nosotlas no coleanas! – protestaron.
Al dí­a siguiente era sábado y decidí­ ir de excursión, aprovechando el excelente tiempo que hací­a. Cogí­ mi coche y anduve por esos caminos hasta que a la hora del vermú paré en un pueblo, y me senté en una mesita de un velador a tomarme mi cervecita con olivas rellenas. En estas estaba cuando oí­ unos grititos de alegrí­a, de sorpresa, en un idioma extraño y oriental. Se sucedí­an los gritos, las risas, y también se oí­an otras risotadas de fondo, estas provenientes de los lugareños sin duda, que estaban en el interior del local. Como aquella algarabí­a me sonaba familiar decidí­ entrar a echar un vistazo, y allí­ estaban las tres. Allí­ estaba Mariko devorando con fruición una banderilla de boquerones, y sus amigas no se quedaban atrás. Por los restos, parecí­a que hubieran dado buena cuenta de medio mostrador del bar… ¡habí­an descubierto los pinchos! Quisieron decirme algo, pero no les salí­a en castellano; se les veí­a emocionadas y sólo atinaban a decir «mucho bueno, lico lico», y saltaban a señalar con el dedo otra bandeja, de bonito en escabeche, de sardinas, de gambas a la plancha, de mejillones con cebollita, de pulpo a la gallega, para que siguieran sirviéndoles raciones.
-¿Qué tal ayer, Mariko? ya vi que estabais comiendo a gusto por fin.
Y una de las amigas que jamás habí­a pronunciado una palabra en castellano se adelantó a las otras para decirme, definitoria y con un exquisito acento aragonés
-De puturrú de fua.
Y todos reí­mos, eso sí­, tapándonos la boquita con la mano, como en Japón..

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