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Dedicatoria

Dedico este año, que me ha dado aún más satisfacción que trabajo,
cosa que nunca habría pensado de una tarea relacionada con la poesía
a Charles Baudelaire, que separó el antes y el después,
a Claudio Rodríguez, que me tiene mirando al cielo
esperando a que me venga la claridad,
a Rabindranath Tagore, que me mandó, a mí personalmente, una hermosa mañana de primavera hace cien años,
a Charles Bukowski, con quien a veces me asusta coincidir,
a Antonio Colinas por abrir las cancelas de la noche,
a Francisco de Quevedo, por seguir siendo constante,
a Luis de Góngora por tanto de cómo hablamos que nos dejó,
a Lope de Vega, por haberse sabido admirar por Quevedo y Góngora, cosa harto peregrina,
a William Shakespeare, a quien miramos por encima del hombro a pesar de ser un gigante,
a Chantal Maillard, que sabe por qué escribe y tiene algo que me fascina,
a Cesare Pavese que tiene razón: trabajar cansa,
a quien escribiera el Romance del Conde Arnaldos por ir conmigo diciéndome su canción,
a los hermanos Machado por no dejarme elegir,
a Berta García Faet por no entenderla ni falta que hace,
a Ángel García López, por mirón,
a Arthur Rimbaud por sus infiernos,
a Sor Juana Inés de la Cruz, que fingía ser feliz,
a Sylvia Plath que llegó al límite porque era vertical,
a Blas de Otero porque al final solo le dieron la palabra,
a Carlos Murciano por su robot,
a Walt Whitman que, teniéndose, no necesitaba a otro a quien cantar,
a César Vallejo por sus consideraciones,
a Dylan Thomas invitándole a 18 güisquis,
a Emilio Quintanilla Buey porque, como a mí,
le gustan los caracoles incluso cojos,
a Federico García Lorca por el aire, el corazón y el sombrero,
a Gabriel Celaya por cargar nuestras armas,
a Ángela Figuera por no gritar inútilmente,
a Anne Sexton por ser tan alcahueta,
a Wislawa Szymborska y su preocupación por los gatos abandonados,
a Antonin Artaud, porque a veces yo también me cago en el espíritu,
a Gustavo Adolfo Bécquer por confundir pupila con iris,
a Hilario Barrero por el uso del subjuntivo,
a Jaime Gil de Biedma el apólogo peticionario,
a Ovidio que ya dijo hace miles de años que el amor es una milicia,
a Pablo Neruda que nos explicó algunas cosas,
a Jaime Siles el cantor de semáforos,
a John Keats por criar ruiseñores,
a Jorge Guillén por su celeste levedad,
a José de Espronceda, que no se nos olvide,
a Juan Ramón Jiménez por plantar su corazón
del que salió el árbol puro del amor eterno,
a Julio Cortázar por darnos tres minutos para hablar,
a Kenneth Rexroth aunque no sé si aprender tiene ventajas,
a Gerardo Diego por vestir, someramente, a las azucenas,
a Raquel Lanseros, la clara, que sabe transitar el camino que otros abrieron,
a Paul Éluard el de los ojos puros,
a Roque Dalton que iba de la segura mano de Dios,
a Jaime Sabines tan lento y amargo,
a Giacomo Leopardi en nombre de las papilionáceas,
a Kavafis que no tuvo que esperar mucho a los bárbaros,
a León de Greiff que seguramente me calificaría de impertinente,
a León Felipe convencido de que vamos al infierno,
a Leopoldo María Panero con el que comparto la afición
a mear en las paredes,
a su padre Leopoldo Panero a quien le era ligero el peso del mundo,
a Li Po, o Li Bai (lo que diga el amigo Joaquín Chen) para que no tenga que beber solo bajo la luna,
a Luis Alberto de Cuenca que sabe la importancia de un buen desayuno,
a Luis Antonio de Villena a quien aprecio seguramente porque no es fácil disponer en materia de afectos,
a Luis Cernuda, por llenar la soledad,
a Edgar Allan Poe por sus bellas difuntas,
a Don Luis Rosales que me puso la mano en el hombro y me dijo “sigue así” pero es que iba de güisquis…,
a Mario Benedetti, compartiendo su defensa denodadamente,
a Jorge Llopis que hizo bueno lo malo,
a Antonio Mingote, que escribía los poemas de otra forma,
a Michael Houellebecq que sabe dónde golpear,
a Cervantes, que no necesita ni nombre,
a Miguel Hernández a quien nunca le sobró el corazón,
a Nicanor Parra, el individuo,
a Octavio Paz el de la piedra que todo lo sabe,
a Gloria Fuertes por explicar cómo se dibuja,
a Oliverio Girondo, que nos hizo creer que todo le importaba un pito,
a Paul Celan que no se fugó de la muerte,
a Gilberto Owen por varar a Sinbad,
a Paul Verlaine el soñador,
a Pedro Calderón de la Barca y sus sabios comedores de hojas,
a PeCasCor, K.O,
a Rafael de León que hizo cantar a la poesía,
a Pedro Salinas a quien debemos su voz,
a Pier Paolo Pasolini que sabía que las excavadoras lloran y no nos habíamos dado cuenta,
a Propercio Sexto que se adelantó a Quevedo,
a Rafael Alberti y sus mares con palomas,
a Eduardo Galeano por nadie en particular,
a Luis García Montero, porque además de escribir, hace,
a Ramón de Campoamor que era tan querido que no parecía poeta,
a Pere Gimferrer a quien nunca podré igualar ni en el arte de ponerse un foulard,
a Rubén Darío que sigue embelesando,
a José Hierro, permanente sobre el instante eterno,
a José María Fonollosa por llevarme de paseo por mi ciudad favorita,
a Salvatore Quasimodo porque tampoco nessuno mi porterà nel sud,
a T.S. Eliot que sabía que el mundo no acaba con un estallido sino con un quejido,
a Vicente Aleixandre, que no buscaba, no,
a Wallace Stevens y su manera de mirar a los mirlos,
a Catulo que llevaba la procesión por dentro,
a Raymond Queneau que decía que un poema es muy poca cosa,
a Ramón María del Valle Inclán, que no se llamaba así, pero fumaba en pipa,
a Pilar Paz Pasamar y sus reproches,
a Natalia Litvinova que sabe dar el golpe justo,
a Miguel D’Ors que me dio lecciones de historia,
a Martha Asunción Alonso, porque coge la línea 6,
a Leopoldo Alas Mínguez y sus razones para el amor,
a José Martí por explicarnos que no es bueno
que nos sentemos a comer con los tiranos,
a Wystan Hugh Auden que tenía claro que lo primero es lo primero,
a Jorge Manrique que despierta mi alma para que recuerde,
a Francesco Petrarca que bendecía años, puntos y días,
a Fernando Pessoa,
a Jorge Luis Borges, que apagó la luz.

Tomás Galindo © 

Nada sirve de nada

No sirve de nada que las grúas levanten rascacielos,
ninguna grúa hay que levante los ánimos.
No sirve de nada que votemos por la miss más hermosa,
por el can de mejor raza, por el político más cabal.
No sirve de nada llorar.
Ni reír, en realidad, porque riendo sabemos que hemos de parar de reír
y eso es lo que nos corta la diversión.
No, reír con drogas tampoco sirve de nada.
¿Nos sirve acaso tener pulmones para respirar esto que respiramos?
¿No sería mejor tener, como las plantas, sangre de clorofila
y filtrar por la piel la polución y oxigenarnos?
Ser pacientes y esperar que los adelantos de la ciencia
curen el cáncer del mundo tampoco parece servir de nada,
continuamente se descubren más enfermedades mundiales,
continentales, nacionales, personales, corporales
que remedios y vacunas.
La ciencia va detrás de la incons-ciencia.
Y el amor, ah, el amor, qué linda medicina,
siempre ha sido como dar crema de culito de bebé al sarcoma.
El amor sí es el opio del pueblo,
un pueblo de dos.
No sirve de nada asomarse kalashnikov en ristre a la azotea
y descargar una tormenta de balas al patio del colegio
o el centro comercial.
Realmente no sirve de nada,
toma nota, por si te lo estabas planteando.
Sabemos que de la podredumbre nace la planta,
lo diré mejor: hace brotar lilas de la tierra muerta,
pero de qué nos sirve eso si, meditando,
descubrimos que lo que se pudre somos nosotros:
de nada.
Separar los papeles de los plásticos,
los plásticos de la basura esa que huele,
la basura esa del vidrio y los metales,
no impide que seas una fábrica de desperdicios,
y mirar para otro lado cuando pasa el camión de la basura
no sirve de nada.
La contemplación umbilical no sirve de nada,
canturrear om, recitar las suras, cantar kyries,
bailar en redor del tótem: nada.
Prenderse fuego en la posición del loto tampoco.
Lanzar satélites fuera de la galaxia para hacer amigos
en mundos lejanos no sirve de nada,
aunque reconozco que eso aún está por ver.
¿Negar el cambio climático?
Ponte al pie de un glaciar y me lo cuentas.
¿Querer parar el cambio climático?
Ponte al pie de un glaciar y etc.
Salvar las ballenas, el lince, los pueblos primitivos del Amazonas,
al Amazonas, sofocar los incendios,
es como ese juego de aplastar cabecitas que salen de agujeros con un mazo,
le das a una y asoman otras cuatro.
¡La Hidra reinventada!
Regar la pobreza con la llovizna de la caridad o el subsidio no sirve de nada.
Puede que te digan que sí, pero no hagas mucho caso,
el dinero solo oye síes.
La guerra no sirve de nada. Ya está. Sin ilustraciones.
La paz solo parece un entreacto entre guerra y guerra.
¡Cuál es el mensaje entonces!
Que
Nada sirve de nada,
solo todo sirve de todo.

T. Galindo ©

Nos están mirando

Los hombres aprendemos poco y a destiempo,
en cambio las mujeres nacen sabias.
¿Nunca te has fijado en que hay niñas
que desde bien pequeñitas, apenas levantan del suelo,
ya saben más y mejor que tú
por qué aquel está triste y el otro alegre,
por qué no debes ponerte esa camisa sino aquella otra,
por qué esa mujer te hará daño
y esa otra te curará?
El niño grande y la mujer pequeña
conviven asombrados uno de otro.
Tienen los ojos grandes y te ven el fondo,
lo que piensas y lo que no quieres pensar.
Porque enfrente suyo no quieres pensar ciertas cosas.
Eres transparente.
Nacen así, amantes, madres,
personas con todos los sellos y diplomas,
mientras que a ti te cuesta crecer más que a los árboles
y los monos y los perros aprenden sus trucos
mientras tú aún estás intentando unir el papel con el lápiz.
Cuando tú las miras ya te han hecho el currículum,
estás medido, pesado, saben lo que vales
y lo mucho que tendrías que pagar por ellas además de tu alma.
Eso es lo que sopesan de ti: si podrás subir lo bastante
para ponerte a su altura.
Por eso hay tantas mujeres cabizbajas:
nos están mirando.

T. Galindo ©

La Ratita Presumida y el cirio que montó.

Versión teatral:

Versión radiofónica:

Narrador: (Lleva un fajo de folios escritos, donde lee, y tiene pinta de empollón)
Érase una vez en un lejano paí­s de ensueño, una linda ratita que era muy hacendosa.
(se abre el telón y aparece la Ratita de espaldas, como barriendo. La Ratita es una chica moderna y vestida muy a la moda: minifalda chillona y un jersey o top de colorines. Lleva unas orejas de cartón a lo ratón Mickey, y del culo le cuelga un rabito con un lazo grande) Estaba un dí­a barriendo la escalerita de su casita la ratita, cuando se encontró una monedita de un centimito.

Ratita: (se vuelve y descubre una aspiradora)
Tralaralarita, aspiro mi casita (aspira) tralaralarita…

Narrador:
Barrrrrrrrrro mi casiiiiitaaaaa. Barrrooo

Ratita:
Aspiiirrrrrooooo, aspirrrrrooooo… a ver si te modernizas, Narrador.

Narrador:
Pues aquí­ pone barro.

Ratita:
Sí­, seguro que pone barro, y seguro que también pone escaleriiiiita, casiiiita, monediiiiita, y centimiiiiito, seguro. Pero yo aspiro ¿entiendes? Y lo que me encontré no fue un centimito, fue un billete de cien euros ¿pero tú dónde vas con un centimito, tí­o tacaño? Con eso no te compras na, chico, anda moderní­zate.

Narrador:
Pues aquí­ pone centimito.

Ratita:
Vale, pero este cuento es de cuando antes de las pesetas ¿sabes? de cuando habí­a maravedí­es y doblones, listo, ahora al cambio serí­an cien euros.

Narrador:
No sé yo