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Ninguna diferencia

No bajó ningún dedo místico
a imprimirnos en la frente la señal.
Si te cruzas en la acera con uno de nosotros
no advertirás nada que nos diferencie.
Creerás tener enfrente un funcionario,
una maestra de primaria, un empleado de banca
sin las alas en los pies de Hermes
ni un aura romántica.
Pero si te fijas bien
verás que nos siguen pájaros,
que si uno de nosotros se sienta, pongo por caso,
en la terracita de un bar,
no tarda en verse rodeado de gorriones
que se posan en el respaldo de la silla
y, con extraña familiaridad, nos roban los cacahuetes
y andan entre nuestros pies
desanudándonos los zapatos los muy pícaros.
Lo tengo yo muy visto y me ha costado más de un tropiezo,
por eso llevo sandalias.
Si nos ves en pareja, nada de particular,
como cualquiera dos que vayan de la mano,
ya sabes, esa estampa tan vista en los parques,
dos amantes retozando sobre el césped
(esto antes lo impedía la policía de las buenas costumbres)
pero ahora es corriente ver las manos de uno entre los pechos de otra
y la de otra entre los muslos de él,
en fin,
que no pueden esperarse,
y se besan ardorosamente, locamente, tremendamente,
con lenguas de cachorrillos babosos,
delante de ese árbol y se dicen
mira, el corazón con nuestros nombres ahí arriba,
cómo ha subido,
en los cincuenta años que hace que lo grabamos,
y se van, metiéndose mano, eso sí:
la que no llevan con el bastón.
Lo tengo yo muy visto y me ha costado más de un tropiezo
lo de fijarme en los viejos amantes de los parques.
Esa muchacha en el autobús no te parecería distinta a ninguna otra,
si la siguieras por la acera no encontrarías diferencias,
su falda volandera,
su andar a saltitos, como los niños, pero más grácil,
su blusa florida
y se para en el semáforo como todas,
como todos.
Pero fíjate bien,
sí, en su pelo ¿ves?
su melena se mueve,
tiene vida
tiene su propio viento,
está en la fila y solo a ella le mece el aire los cabellos,
los lleva como un agua,
como una ola invisible,
las demás son como estatuas,
ella está viva, aleteante,
le ves palpitar el corazón bajo las flores de la blusa.
Lo tengo yo muy visto y me ha costado más de un tropiezo
con los bordillos cegarme en ese escote.
Y si van cuatro o cinco y cuchichean
discuten animados, beben vino, comen queso, fuman,
como cualquier grupito, dirás, que sabadea
y levantan la voz, ríen, niegan y perjuran.
Si te acercas oirás seguramente
el tema que les tiene belicosos:
¿nuestras medulas arderán tan gloriosamente?
¿nuestras cenizas aún tendrán sentido?
Lo tengo yo muy discutido y me ha costado más de una noche en vela.
Por lo demás, como ves,
ningún estigma hay sobre las frentes,
todo lo más alguna cara de ensimismamiento en la cola del pan,
algún levitar, muy leve, sobre los pasos de cebra,
alguna sonrisa imposiblemente giocondana en una niña sabia,
…nada que nos confunda con los ángeles.

T. Galindo ©

Cabrón que nos gobiernas

Cabrón que nos gobiernas con mil culos
y una sola cabeza en los billetes,
hormiga reina de los corredores
subterráneamente aposentado.
De dios se dice que está en todas partes,
al revés que tú: no estás en ninguna,
pero en esa omniausencia evanescente
penetras las rendijas de las cosas
con pinchuda raíz de mala hierba,
y trepas y te extiendes y emponzoñas
las claras fuentes con tu sucia orina.
Eres vacío que lo absorbe todo
¿dónde estás que se te siente sin ver?
Agujero de todas las paredes
por donde entra el frío y nos habita,
nos arrebata el don de los hogares,
la intimidad caliente de lo nuestro.
Eres reloj, metrónomo, batuta
cerniéndose anónima en las calles,
flecha que nos señala los caminos
y no nos acompaña, nos vigila,
lobo que pastorea los corderos
¿cómo no te han mordido los tobillos?
¿por qué no te lapidan cuando pasas
rodeado de todas tus viseras?
¿qué dios te dio la bula, qué demonio
paga el contrato que firmó tu sangre?
Uno de cada mil, de cada miles,
tiene un cordón umbilical con otro
y otro, igual que si fueran telaraña
con el mundo atrapado. Somos presa
de su voracidad inacabable.
Uno de cada mil, de cada miles
sonríe mientras monda el esqueleto
de todos los demás, los que no pueden,
no saben, no deciden ser la puta
con los ojos vendados y balanza
que inclina el plato a donde dice el dedo.

Lastre

¿Y tú para qué sirves?
¿Eres acaso nube que riegue el seco campo,
cordero que se da en alimento al martirio,
abeja que copula la flor con la flor?
Qué naces tú, qué cavas, qué abonas.
Apenas armasijo de osamenta y carne,
apenas sinapsis infecunda, apenas sapiens,
no vuelas con menos aparato que la mosca
y solo escarabajeas la pelota mundial,
el gran compendio, la hez de los progresos.
¿No sonará sin ti la música en los vientos,
no crecerán los trigos en tu ausencia?
tu supermanidad tan arrogante
cree mover los hilos de la trama.
Infeliz. No hay más hilo que el de la cometa.
Qué paredes horadas, di, qué puentes
tiendes que vuelen las distancias,
cuántas nueces aguardan a tu invierno,
cuántos lobos no irán a darte caza
gordo buey, víctima lenta de tus propias hambres,
cáncer del globo, tonto en un cohete.
Sigues trepando la mata de judías
más apoyado en las ecuaciones que en las opiniones,
siempre a punto de alcanzar las nubes,
siempre en la translúcida niebla donde nunca
hubo un cartel de meta, pero subes,
porque no sabes volver a pisar tierra,
ni enterrarás de nuevo la semilla,
ni le atarás la caña que la crezca recta,
ni esperarás mirando al cielo mientras rezas
el agua de la vida y la esperanza.
Qué sirves tú, vas tan deprisa
que ya no puedes leer en los carteles
la guía, la advertencia, los peligros,
ni ver los verdes valles, los ocasos,
las aves en el cielo ni los niños
que te dicen adiós con la manita.
Solo tienes la carga de impaciencia
común a los nacidos de repente,
los que un día explotan como esporas de su hongo
y medran enraizados al estiércol
en la humedad oscura de las cuevas.
No tapas agujero, no manas ni fecundas,
no luces como flor y no das leche,
no cumples más función que ser volumen
ni tienes vocación más que de esfinge.
Dadme un punto de apoyo para mover tu lastre
y el mundo girará cual tiovivo
lleno de criaturas sonrientes.

Tomás Galindo ©