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Donde cuento, sorprendido, que vivo en mi propia estación

qué hago yo con toda esta primavera dentro
si miro fuera y ahí está el otoño con sus hojas caídas y esa niebla gris y fría
qué hago yo
y cómo disimulo estas raíces pujantes en mi vientre
estas flores que casi me rebosan la camisa
estos frutos que apenas hallan acomodo en mis bolsillos
la tristeza es una gabardina que uniforma a los paseantes
y yo en mangas de camisa sonriendo
y qué hago yo con este cielo surcado de palomas
con las campanas y los cañaverales
tan llenos de libélulas
y esos goterones de tormenta que me calan
de tormenta fresca que escampa casi cuando cae
y lleva un olor a nuevo
-el verde huele así-
todos me miran bajo su sombrero
sobre su bufanda
con un escalofrío y un alzarse el cuello como abrigándose
o protegiéndose
es uno de esos meses que son el felpudo de otros meses
esos que hay que pasar pisar para llegar a otros que estamos deseando
los meses de bonanza y de renuevo
es uno de esos meses que sobran
que sabes que olvidarás apenas lo transites
y se desnudan los árboles y se ponen gruesos jerseys los escolares
los tristes escolares cabizbajos en enjambres
y mientras yo
con esta risa que no me cae del alma
con este ardor con este reactor en los pulmones con estas ganas de salir volando
la sensación es de que puedo
bailar abrazado a las farolas
cantando bajo la lluvia
mientras desde la oscuridad me miran los ojillos temblones del vecindario
espectadores reacios de la maravilla
más ajeno que nunca a los asuntos los otros las noticias
el horizonte de telediarios
me muevo por los barrios interiores del sueño silenciado
del sueño que no atreve
y muere y se convierte en una basurita en un aborto
que cargan tantos a la espalda en pardas bolsas de saco
navego por los mares de los libros
y libo las sonrisas de los niños de los viejos de los enamorados
como una abeja feliz emborrachada
y voy de boca en boca de dulce ensalivado
cantando como rana en charco
cantándole a la luna mi alegría
cae el otoño como piedra en estanque como bosta de vaca como tapa de féretro
y mírame
que puedo reventar como un millón de claveles
qué hago yo con tanta primavera dentro
dónde meto este sol este bullicio estos truenos esta bandada de alondras este torrente
este amor que me primaveriza

Relevo

Dichosos son aquellos que, amanece,
se sienten compartidos en el lecho
y excavan en las sábanas el goce
de la lisura blanda de otro cuerpo.
A estos que el día resucita en calma
y van de dos en dos por su sendero
no puede sino abrírseles las puertas,
guardarles el paraguas y el sombrero
y verles manifestar por las esquinas
el don, que a otros se niega, del misterio
antiguo viviente en los rescoldos,
de la sangre que fluye por el tiempo.
Despiertan en el lazo de los rizos,
el hueco de la sal humedecida,
las tibiedades mansas del suspiro.
Tienen raíces de árboles de carne
y tienen semilleros de jacinto
y embalsan su cabello en una arcadia
de futuros torrentes matutinos.
Los altos ventanales a que asoman
a un horizonte dan de bosque y nube
donde un clamor vibrando ya comienza,
gana sonoridad y sube y sube,
hace bailar la espiga en la llanura,
inclina al agua el junco. Hay un perfume
eléctrico de ozono y de tormenta.
El corazón es un panal que bulle.
Son jóvenes, caminan de la mano,
aún me causan asombro y maravilla
y ganas de auparles, de darles de beber
el agua fresca que mana de mi herida.
Seguid, seguid, amantes, cara al viento,
pintan las rosas y canta la gravilla,
hermosos como ciervos, inocentes,
descubriendo la tarde y su vigilia.
Qué saltos mi latido en la mirada,
qué larga la esperanza que camina
las trochas sin abrir, las nuevas sendas
que auguro en mi jornada que termina.
Qué paz aquí a la sombra de mi alero.
Qué calidez de ocaso. Qué alegría.

Tomás Galindo ©

Sin necesidad

Querría que nunca me necesitaras pero
necesítame. Que fueras como la luz
que viaja siempre recta y donde no,
asombra. Como el aire que penetra
por todas las rendijas. Pero búscame
con la mano ciegamente a oscuras.
Que fuéramos barcos que apenas cruzaran
sus estelas. Pero abórdame.
Con garfios y con sables y una botella de ron.
Quisiera verte alta en la ventana
mirando al mundo con el sol de frente.
Y que fresca y desnuda te sentaras leyendo
apoyada en la almohada, entimismada.
Pero solicítame.
Ojalá fueras una isla en lejanos océanos
límpida y misteriosa con su arena sin pisar
y cocoteros frescos, sin más robinsón ni más piratas.
Ojalá me mirases arriba en la colina
y ninguno de los dos diéramos sombra,
ojalá te mirase tan de frente que no hubiera
ningún horizonte tras tu cara.
Que nunca necesites de mi boca, ni mi brazo,
ni mi coche, mi plato, ni mi lecho, pero
que eso no tenga nada que ver con comerte los pechos.
Que no tengas que volver la vista para buscarme
ni sepamos las idas y venidas, sólo los encuentros
(a media luz, a medio camino, a medio vestir)
Que nunca me necesites como yo. Pero elígeme
para la risa y para la cama y también para las penas.
Y para la vida en general. Y sobre todo
que nunca necesites que te necesite. Pero.

Tomás Galindo ©

¡Europa, Europa!

La Muerte vino despacio
con su vestido de sombras,
la luna la vio pasar
espantando a las gaviotas,
la luna bailaba lenta
en la falda de las olas.
Estaban quietos los peces
y mudas las caracolas
y el mar miraba a otro lado
por no ver la cara hosca
de petróleo y hollín
del vendedor de carroña.
La Muerte montó en la barca
y las ratas por la borda
huyeron entre chillidos
y desgarrones de estopa,
la Muerte que olía a brea
y sonaba a tripas rotas
al timón del leviatán
reía como una loca.
La barca no tiene un nombre
que la distinga en la proa,
ninguna barca lo tiene
que la distinga de otra,
ni nadie distingue a nadie
en esa negrura torva,
tienen un nombre común
y una común historia
y una casa en ningún sitio
y un horizonte de horas.
El cielo es puro carbón,
la luna, linterna sorda,
dibuja en una pizarra
contornos que se emborronan,
ojos brillando en lo oscuro
como si fuera un sola
criatura del espanto
incierta y temblorosa
que de repente se rompe
en cien siluetas brumosas.
Los niños crecen de golpe
con explosión silenciosa
de padres amordazados
y de madres que se doblan.
Son el peso de la carne
que hunde la barca en las ondas,
carga de desheredados,
equipaje de derrotas,
que por no tener, no tienen
ni cifra que los recoja.
Llevaban silencio al hombro
y una mochila de alondras,
la Muerte viajó con ellos
y los entregó a las rocas,
con su maleta de sueños
su ilusión, sus cuatro cosas,
sus verdades como puños,
nuestras mentiras piadosas.
Puestos a secar al sol
los niños parecen conchas,
los ojos llenos de sal,
la boca llena de Europa.

Tomás Galindo ©