Ultimatado


Me acaban de ultimatar. Estaba yo tan tranquilito ante mi pecé y resulta que a mi Manuela va y le da por despejar el sofá de todo lo que tení­a encima. Allá van los chubasqueros, la camiseta esa que tení­a desaparecida, cosas y más cosas… y de repente me veo con una torreta de libros en el regazo, y con que me suelta con su más delicada voz de cabo furriel: «Y no quiero ver un libro más en esta casa hasta que no pongas unas estanterí­as» Salieron detrás de ella como unos ángeles justicieros espada flamí­gera en mano y largas trompetas, pero no les dio tiempo a soplar, la brevedad y concisión del discurso fue como el chissss pun de un cohete. Glups. Yo de bricoler que dicen los franchutes… si tengo problemas para cambiar una bombilla, y suelo escachuflarme las yemas en cuanto agarro un martillo. ¿Y qué tiene de malo que haya un montoncito de libros aquí­ y allá? Si adornan la mar. Pero ya se me ha ocurrido una ida brillante. Sé que la mayor parte de la gente no lee. Nunca. Punto. Qué es eso de leer, amos, anda. Pero sí­ que tienen libros en sus librerí­as, de adorno, entre figuritas de Lladró y fotos de la parentela. Es más, algunos cuando compran la librerí­a ya encargan medio metro, o noventa centí­metros, o lo que sea menester, de libros bien encuadernados, que viste mucho. Pues bien, yo voy a alquilar a los vecinos estos espacios. Será el parking-biblioteca. Ellos me guardan mis libros y de paso pueden presumir ante las visitas de que son gente leí­da. Eh, qué tal. Lo he hablado con la vecina y ya me ha dicho que sí­, que faltarí­a más, y que si tengo un libro que se llama «la cama sutra» que se lo han recomendado sus amigas porque si se pone en una librerí­a va bien la vida conyugal. Que si es algo de budú, dice.

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