Ver pasar los pájaros

Ver pasar los pájaros no es estar sin hacer nada,
es ver pasar los pájaros.
Quién dice que sea una actividad inútil
o que no sea, cabalmente, una actividad.
No, yo no soy de esos que echan el rato, la mañana,
viendo trabajar a los demás, comentando cómo va «la obra»
con los jubilados del barrio.
Yo soy más de sentarme sobre el periódico y mirar las nubes,
las hojas que lleve el viento
y es una fiesta que los pájaros desfilen ante mis ojos,
tan rectos y bien mandados unos,
los verdaderos inventores de la uve,
¡una letra natural y que además vuela!
Así nació el verbo, con esa uve de ánades airosos
escribiendo con sus plumas en el azul: V
Otros van formando nubes oscuras
que se estiran y se abomban.
De repente se achican y de repente parecen crecer,
hincharse como globos imposibles de contar.
Estos no escriben nada, más bien pretenden borrar el cielo
a negros manotazos alados.
El lagarto sale de su rendija, mira nervioso a los lados,
y decide imitarme.
Como yo, asienta con manos y pies las piedrecillas,
luego se posa (con bastante más suavidad que yo)
y levanta bien el cuello buscando el sol,
que es débil pero suficiente, con esta lenta brisa
aún sin los alfileres del otoño.
Últimamente disfruto de leer a la luz del sol,
los piratas de Sandokán son más aguerridos que con las bombillas;
-Donde ponemos las garras arrancamos lo que queremos-
y en los cottages de Devonshire las damas también se ponen a la sombra
en días así para leer novelas románticas.
Sí, la luz del sol llena de pecas la pálida tez de las ladys
y a los piratas y a mí, faltos de tanta delicadeza, nos curte y nos broncea.
A la luz del sol los libros tienen sombras,
las hojas de la acacia, que se mueven sin viento,
hacen que tenga que balancear el volumen para evitarle oscuridades,
como leería embarcado en el Pequod.
A veces es una abeja la que con su sombra va deletreando:
-Si te amase menos, sería capaz de hablar sobre ello menos.-
A veces una rapaz parece bajar a cazar perritos de lanas
en los blancos céspedes de las páginas
y hay que mirar arriba y ver a la abubilla y sonreír.
Alguien lee por encima de mi hombro,
en las ramas de la acacia, ave o ardilla, borrón inquieto cuando me vuelvo,
-dulce vecino de la verde selva,-
sé que con sus ojos no humanos es capaz de seguir mi lectura,
y que lee más deprisa que yo.
Eso le lleva a inquietarse y moverse y saltar entre las ramas,
exasperado porque tardo en pasar las páginas.
El lagarto ya está tostado de un lado
y ahora se vuelve para calentarse la cola
o quizá atento a los movimientos en la acacia.
La vida de los lagartos fronterizos a la maleza
arrostra más peligros que la de los tigres de Mompracem.
Qué suerte no tener depredadores.
Siempre no fue así, sé de muy buena tinta,
que el primero que escribió sobre una piedra
la cacería bien, ganamos a los mamuts tres a dos,
lo hizo con sangre familiar.
Ahora somos los únicos animales
que no tienen otro depredador que ellos mismos.
No sé si debe ser considerado como un avance de la especie.
El humor sí lo es.
Y el transcurrir viendo pasar pájaros
sabiendo que no he de pasar hambre ni calamidades,
que hay un plato y un pan esperándome,
como este que desmigo para dar a quien corresponda,
este montoncito que mañana ya no estará aquí
y que no sé qué tímido amigo mío aprovechará.
Me gustaría, en todo caso, dárselo en la mano, en la garra,
y decirle: toma, es mi pan, cómelo confiado,
no te haré daño.
Y verlo coger y comer mi pan.
No puedo hacerlo, son muchos años de conocernos,
ellos a nosotros, y de saber que no somos de fiar
-en el hombre existe mala levadura-,
pero me duele.
Aun así lo dejo como un rey mago su regalo, con esa ilusión.
Un ratoncito, un gorrión, un escarabajo
darán saltos de alegría y palmadas
y cantarán el villancico del hombre que lee y mira.
Da pena llegar al fin y despedirse de los amigos,
las damas un tanto cursis, los lobos de mar un tanto ebrios,
los lagartos un tanto displicentes.
Cerrar el libro no tiene otro consuelo que abrir el siguiente,
y hay tantos, ni tanta pena como saber
que no puedes leerlos todos,
que no hay tantos días como amores y aventuras y viajes.
Viajes. Pasan los pájaros, de viaje,
ellos sí viajan, miran mi tejado y yo su partida.
Algo de mí se llevan en su uve cada otoño.
Marchad, os espero a la primavera, id al calor del sol,
yo al de las chimeneas.
Vosotros que no tenéis tranvías.
Que no sabéis las calles y os sorprende
que haya puentes.
Esto es el otoño, un olor a hierba cortada,
hojas en el aire, sombras blandas que se estiran
saltando los caminos polvorosos,
el sol más grande del mundo que arde sin llama, enfrente,
entre dos cerros.
Cómo se respira en lo alto,
tanto frescor da vida, da suerte, da pensamientos,
da tanta pena irse que uno se quedaría aquí a morirse de frío y sueño
mirando. A quedarse como el pan desmigado.
Así fue como me morí, como siempre había querido.
Luego me levanté rezongando, recogí mis huesos,
-el bastón, las monedas, el llavero,-
y bajé con pasos entumecidos
a las calles, a las gentes, al tráfico,
a la ventana que da a otra ventana que da a otra ventana.

Tomás Galindo ©

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