El regalo de navidad del señor Paco

(o «Scroodge rides again»)

Estaba el señor Paco el del colmado,
-Hijos de A. García. Ultramarinos.
Olivas de Aragón. Licores finos –
cual Vulcano en su fragua retratado.
Quiero decir que no desentonaba
la tal figura para el tal paisaje;
como un juego de piezas para encaje
su figura en su lámina encajaba.
Su tienda conocía quien le viera,
pues llevaba en su cara el distintivo
entre buitre y ratón, servil y altivo,
de la estirpe añeja del hortera.
Y el que en la tienda entraba, presumía,
viendo el zoco moruno donde estaba,
que tras el mostrador le vigilaba
o un hijo de Babel, o de A. García.
Ejercía su labor de dependiente
en mitad de la calle Mayor mismo,
aunque llamarla mayor era eufemismo,
le decían la calle solamente.
Pared con pared con el ayuntamiento
tenía enfrente, gran desgracia,
juntitas a la iglesia y la farmacia;
detrás, el campanario del convento;
a la izquierda está la barbería;
a un paso el carbón, la tasca, el pan,
la estafeta, y en su propio zaguán,
el ciego vendedor de lotería.
Hay una fecha en piedra que atestigua
que, si la casa no es del pleistoceno,
no datará de muchos años menos,
mas da impresión de vieja, antes que antigua.
Al entrar, si lo haces sin cuidado,
puede que te acierte en plena cresta
una ristra de ajos allí puesta
para que pueda avisarse el despistado.
Aunque aquello era un total batiburrillo,
como don Paco decía muy ufano,
todo estaba al alcance de la mano,
mezcladas las bombillas y el membrillo.
Hay un cierto tufillo a podredumbre
que deben producir las mandarinas,
y aderezan café, queso y sardinas.
A la izquierda los sacos de galletas,
botellas de lejía, aceite, leche,
latas de mermelada y de escabeche,
un cesto en un rincón lleno de setas,
longaniza, salchichón, queso de bola
y, mirando atento quizá a las espinacas
o al atril de novelas policiacas,
un caracol que asoma en su escarola.
Reinaba en tal bazar el señor Paco
más feliz que en su cueva el propio Caco.
Llevaba nuestro hombre los cincuenta
con, mejor que entereza, desparpajo;
era más bien alto que bajo,
y quien le conoció de joven, cuenta
que antes fue robustez lo que hoy gordura.
Ancho en los hombros, estrecho en pantorrillas,
la carne que le falta en las canillas
compensa la que sobra en su cintura;
tiene cuello de toro, torso recio,
brazos velludos y manos cual jamones;
sin grasas, tendría condiciones
para hacer de portor en un trapecio.
Sus adiposidades de reserva
no impiden que parezca ágil y activo.
El mucho trabajar es el motivo,
y el vivir entre adobos y conservas.
Papada que rebosa en la camisa,
el flequillo tan gris y tan tupido
que extraña que no sea un añadido.
Largo en el mirar, corto en la risa,
sus gestos y maneras son distantes
y el movimiento fácil y seguro
con que mueve cajones sin apuro
nos puede parecer hasta elegante.
Tiene la voz profunda y reposada
y, cuando la clientela es mucha,
sin dificultades se le escucha
encima del cocleo y la algarada.
Lleva camisa blanca y pantalones
del siglo pasado, y gasta
un guardapolvo en tela basta
con bolsillos venidos a bolsones;
se adorna con un lápiz en la oreja,
gafas que a la nariz casi ni arrima,
para mirar al mundo por encima,
y un sobado reloj de plata vieja.
* * *
A cuantos le han preguntado
por qué no se ha casado, les ha dicho,
no sin cierta razón, que las mujeres,
pese a ser el más bello de los seres,
son el más extraño de los bichos;
y que él prefiere
su rutina serena
a una mujer
que le dé algo de placer
y luego ciento de arena.
Que está harto de bregar
con mujeres todo el día,
para tener que aguantar
luego en su casa otra arpía.
Y que los tiempos que corren
no dan para tales gastos,
que así no hay quien ahorre
ni casi quien dé abasto.
Que la tal majadería
de hacerle matrimoniar
es una gran tontería.
Y además ¿quién se querría
con un solterón casar
que está lleno de manías
de imposible erradicar?
como son fumar perreros,
o no pisar nunca un cine,
o la de dormir en cueros
pero con los calcetines.
Que lo que quiere una esposa
cuando acaba el trabajo
no es otra cosa
que un rato de relajo,
solaz y esparcimiento;
pero él está contento
sin más diversión
que dar tras el trabajo en el colchón,
que es eso productivo y sano.
Para él es un placer, en vez de carga
llevar una jornada laboral más larga
que el maquinista del transiberiano.
No tiene este hombre otra ley
que el amor al trabajo y al dinero,
de ahí que trabaje como un buey
y que sea – de largo – un usurero.
Mas, para dejar constancia
del por qué de amor tan fiero,
habrá que empezar primero
por remontarse a su infancia:
Cuando murió doña Cruz,
su madre que en gloria esté,
a poco de darle a luz,
y se quedó viudo Abel
-el anunciado A. García –
se hizo cargo de él
para cuidarle su tía;
porque su padre y su hermano
se pasaban todo el día
en el afán tan humano
de procurarse el cocido.
Así que, desde temprano
hasta bien anochecido
estaban en el colmado
y él con su tía aburrido.
Cuando ya estuvo criado
fue cuando empezó a estudiar,
y al salir, a hacer recados,
a repartir, a limpiar
y a ir aprendiendo el negocio.
Allí no había lugar
para un minuto de ocio
y Paco, entonces Paquito,
se fue educando en la idea
de que la molicie es fea
y el derrochar, un delito.
Para él, el trabajar
es como una religión;
su infierno y su cielo son
pues, perder o ganar;
y es desde entonces que piensa
que es el comercio su vida,
el vender su recompensa
y el dinero su medida.
Fue creciendo alto y recio,
sin dudar influenciado
al observar que a su lado
también crecían los precios.
Hoy, si entra un cliente, al son
del campanillo que toca
se le hace agua la boca
como a un perro de Paulov.
* * *
Ya puestos en situación
y conocido el fulano,
ahora vamos al grano.
Empieza la narración:
Es el mes de diciembre. Fuera nieva.
En la tienda, arrimado a su brasero
cuenta el señor Paco su dinero.
Ocho, nueve, diez y una que lleva…
mas, qué extraño, parece confundirse;
vuelve a empezar y vuelve a armarse un taco.
Algo raro le pasa al señor Paco.
Opta por dejarlo y ya va a irse
cuando oye sonar la campanita;
será algún cliente rezagado…
es un niño, horror, algún pesado.
Atenderlos es algo que le irrita.
– Qué se te ofrece, chico.
-Hablar contigo.
-¿Conmigo? Pues qué bien, qué desparpajo,
pues ya puedes decir qué quieres, majo,
que ya estaba poniéndome el abrigo.
– Que vengo a que me des algún juguete
para los niños que no tienen regalos.
– Si no los tienen, será que han sido malos,
allá se las compongan. Ahora vete,
que es tarde y tengo que cerrar.
– ¡Jo, tío, hay que ver qué morro le echas!
¿Es que no sabes tú que en estas fechas…
-…Todo el mundo viene a limosnear
utilizando estos días de pretexto,
pues, habiendo cárceles y hospitales
¡que se ocupen ellos de esos males,
que para eso pagamos los impuestos!
¿No te parece bien, o qué me dices?
-¡Que resulta que tú sí que eres malo,
y por eso no tendrás ningún regalo!
Y le cerró la puerta en las narices.
Tal cólera se le puso
y tanta rabia le dio
que hasta se descompusió,
digo, que se descompuso
-¡Brase descaro! -decía.
-¡Brase visto! -mascullaba,
y cuanto más lo pensaba
más mala leche tenía;
la cara se le ponía
colorada colorada,
y andaba soltando cada
maldición que se fundía.
Nombró a todo el santoral,
y aún le arreó cuatro coces
a un cajón, que se conoce
que le habría hecho algún mal.
Y ¿a qué tanta escandalera,
tanta bulla y aparato,
y tanto infligir maltrato
a una caja de madera?
Este ánimo exacerbado
no es normal. Este cabreo
excesivo, y hasta creo
que aquí habrá gato encerrado.
Deja la tienda revuelta,
echa el hombre la persiana
y va de muy mala gana
a dar por ahí una vuelta.
Dice: -Voy a ver si pesco
alguna gripe y la casco.
Y se va a tomar el fresco
a ver si le pasa el asco.
Luego en su casa de vuelta
se va el hombre a la cocina,
que es la mejor medicina
para el ánima revuelta.
Se hace para cenar
dos truchas, que no son cena
muy propia de nochebuena,
pero que hay que aprovechar.
De postre, aunque sea un derroche
una barra de guirlache,
o dos, ¡venga! Aunque se empache,
que una noche es una noche.
Cuando a eso de las doce
acaba de echarse al lecho,
siente un no sé qué en el pecho,
un dolor que desconoce,
entre angustia y desengaño,
y aquel Scroodge y su historia
le vienen a la memoria.
No lee a Dickens hace años;
también es casualidad
acordarse de repente
de un cuento tan repelente,
¡como hoy es navidad!
Pero don Paco medita
si será miedo que tiene
por si a él también le viene
un fantasma de visita.
-Me han sentado mal las truchas,
todo esto son aprensiones.
¡Fuera las cavilaciones!
-exclama- ¡bah, paparruchas!
Se enrosca al almohadón como una boa,
al minuto se queda ya dormido
y soltando además cada ronquido
que diríase rival del Krakatoa.
* * *
Era una noche muy fría.
Era una noche heladora,
atroz y congeladora.
El termómetro medía
algo muy lejos del cero.
Un tiempo tan helador
que sucede en Nueva York
y mata cien pordioseros.
Todo el pueblo estaba en calma
-nevaba a todo nevar
y sin traza de acabar-
en la calle no había un alma
y no se oía ni mu.
De esas noches invernales
que pasan los esquimales
bien pretitos en su iglú.
Mas… ¡qué veo, oh, sorpresa!
o: ¡sorpresa, mas, qué veo!
Que lo veo y no lo creo.
¿qué será la sombra esa?
Yo no salgo de mi asombro,
hay alguien que desafía
al frío y la pulmonía
y que lleva un bulto al hombro,
no será… ¿el hombre del saco?
No, ¡ya está: Papá Noel!
Pero ¡qué digo, si es él!
¡Si es nuestro hombre: don Paco!
Pero ¿a dónde va este tío?
¿Es que se ha vuelto chiflado?
Pues creo haber comentado
que hacía un poco de frío…
Y en medio de la nevada
se halla él indiferente
a tiempo tan inclemente,
cual si no pasara nada,
como si fuera confeti;
y el vaho espeso que exuda
me hace concebir la duda
de si es pariente del Yeti.
Y ¿qué es lo que hace a esta hora
por ahí callejeando
y bufando y resoplando
como una locomotora?
Qué delirio le acomete
a actuar de esta manera
y brincar como una fiera
a dejar ahí un… ¡juguete!
¡Sí, sí, un juguete! En concreto
el scalectrix que Alberto
contemplaba boquiabierto:
pues en su puerta completo.
Y en esta puerta ha dejado
el muñeco que hace pis,
y un tablero de parchís
con la oca al otro lado.
Aquí ha dejado el estuche
de veinticuatro pinturas.
Y allí la arquitectura.
Y allá el oso de peluche.
Y el balón de reglamento.
Un fuerte y sus soldaditos.
Un montón de pucheritos
y algún volumen de cuentos.
Y el traje de enfermera.
Y en el balcón de Manuel
el tren eléctrico aquél
que echaba humo de veras.
En esta ventana un arco
con las flechas de ventosa,
una caja que rebosa
de caramelos y un barco.
Fue a dejarle una pelota
a aquel niño tan simpático,
mas le dio el juego de químico
pensando – «A ver si explota»
Y los juegos reunidos.
Y el disfraz de Cenicienta,
y… ya no hay más en la cuenta,
ya están todos repartidos.
Y, como quien de repente
de un sueño se despertara,
así don Paco repara
en su actitud de demente.
Echándose al hombro el hato
y volviendo a su cubil
se da cuenta que hizo el gil
quien se tuvo por sensato.
Y se siente hecho puré,
y siente que ha sido un necio,
y siente por sí desprecio,
siente… que no siente un pie.
Queda en su cama sentado
y latiéndole las sienes,
dándose cuenta que tiene
también un moquito helado.
Mientras que se limpia el moco
y los pinreles se frota
un nuevo pesar le brota:
el de que este año tampoco
va a tener ningún juguete,
y que yerra aquel que piensa
que el bien tiene recompensa.
Apaga la luz. Se mete
bajo la manta hasta el morro,
y como ya no hay remedio,
lanza un suspiro de tedio
y cae como un ceporro.
* * *
Grande estropicio se siente.
Grande algarada resuena.
La calle llena de gente
y se está armando una buena.
Una bola estrepitosa
rebota de acera a acera.
Una flecha – sin ventosa –
zumba por la estratosfera.
Se oye el ruido de un cristal
sin saber cuándo ni cómo;
una voz grita: – «¡Chaval,
como te coja te eslomo!»
Una muñeca que anda
de un balcón se precipita.
Un romano con bufanda
encorre a Caperucita.
Tirando de él por la nieve
con una cuerda en la mano,
hay un timonel que mueve
el Juan Sebastián Elcano.
Entre el Zorro, y D’Artagnan
que estrenan sendos floretes,
yo diría que ya van
por cuatro, cinco o seis sietes.
Y un premio Nobel sufre
una violenta explosión;
su madre, apestando a azufre
le persigue en camisón.
Y esta ruidosa alegría,
este jolgorio tan grato,
a don Paco, que dormía,
le han despertado hace un rato.
Por fin, alza la cabeza,
mira en el reloj la hora,
se rasca, se despereza,
poco a poco se incorpora.
Pero, vedle qué abatido,
qué triste está, qué frustrado.
Todos regalo han tenido,
y él sin nada se ha quedado.
Da cuatro pasos o cinco
sin ver el saco delante,
de repente, pega un brinco
y da un grito espeluznante,
un espantoso alarido;
la faz se le pone roja
y ruge cual tigre herido
saltando a la pata coja.
Ver su gesto doloroso
algo es que eriza los vellos,
y verle bailar cual oso
de los húngaros aquellos.
Profiere tal repertorio
de imprecaciones a santos
que es hasta meritorio
el que se acuerde de tantos.
Os preguntareis qué pudo
provocar esta agonía:
Pues que pisó a pie desnudo
algo que en el saco había.
En muda interrogación
mete en el saco la mano
y saca en ella ¡un enano!
¡El enanito Gruñón!
Nunca tuvo su persona
un juguete navideño.
Esto le parece un sueño,
don Paco se conmociona.
Y viendo con emoción
que el destino le regala,
por sus mejillas resbala
un enorme lagrimón.
* * *

Ya no está el «Hijos de A. García»
Hoy hay un neón que dice:
«La moderna. Self Service.
Calidad y Economía»
El cambio por fuera es tal,
la fachada acristalada
tan alegre y tan pintada,
que parece una postal.
Y dentro es otro universo,
un local limpio, espacioso,
ordenado y luminoso.
Hasta el género es diverso:
buen embutido alemán,
queso francés apestoso,
vermú del bianco y del rosso,
hay cava del catalán.
Las olivas de Aragón
están junto a lujos tales
como frutas tropicales.
¡Esto es la revolución!
– «¡Ay, señor Paco, jolín,
cómo se ha soltao el pelo!»
– «Es que uno, señá Consuelo,
ha estudiao marquetín»
Nuestro don Paco ha cambiado.
Y hasta la gente comenta
que a más de una clienta
le ha vendido de fiado.
Mas, yo que lo sé, lo entiendo:
sobre la puerta, de modo
que esté presidiendo todo
está Gruñón… sonriendo.

T. Galindo ©

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