Gracias, de nada.

Ayer estaba esperando el autobús, y en esto que paró uno de otra lí­nea delante de mi. Se puso a bajar una moza gorda con un cochecito de niño, y no podí­a agarrarlo bien, así­ que lo cogí­ yo desde fuera y la ayudé, dejando el cochecito en la acera.
No es que no me diera las gracias es que ni me miró con simpatí­a ni nada. Cero. Ni un gesto.
Rediós. ¿Qué le pasa al personal, que va por ahí­ sin preocuparse por los demás, sin verlos, sin pensar en nadie más que en uno mismo?
Esta mañana, también en el autobús, se bajan dos ancianos, ella muy impedida y con bastón, el marido ayudándola. El conductor ha hecho descender el lado derecho del coche para que la mujer pudiera bajar más fácilmente. El marido ha ido hasta la puerta y le ha dicho eso tan bonito de: -«Gracias, muy amable», y el conductor ha respondido con aquello otro no menos bonito de: -«No hay de qué.»
Pero lo peor de todo es que me afecta. Vaya que si me afecta, porque ahora la próxima vez que vaya ayudar a alguien primero me fijaré en si me mira y en si me sonrí­e, y como no me ponga cara agradable le va ayudar su puta madre.
Que hay que salir educado de casa, oiga.

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