Noticia

Contrariamente a lo que acostumbro, esta vez no voy a poner uno de mis artí­culos, me limito a poneros esta noticia con el sólo interés de que os enteréis, ya que difí­cilmente la vais a ver en televisión o recogida en ningún periódico. Sin más:
De un periodista popular en Castroforte del Baralla.

Que la censura existe es un hecho, un hecho real, palpable, incontrovertible. Lo acaecido en la última semana en la pequeña ciudad gallega de Castroforte del Baralla así­ lo demuestra. Desde todas las instancias se está tratando de echar tierra encima al escándalo habido en esa otrora fiel y pí­a comunidad, en las costas fronterizas entre el Atlántico y el Cantábrico. La Administración afirma no saber nada y no tener nada que saber, porque los hechos no son de su incumbencia. ¿Qué hechos? Preguntamos. Y nos contestan gallegamente: ¿Qué hechos dice usted? La Policí­a manifiesta no haber recibido denuncia alguna, y por tanto se inhibe, y además eso es jurisdicción de la Guardia Civil. Y el benemérito cuerpo se escuda en que, aparte de los acostumbrados casos de contrabandismo, no han realizado intervención alguna en el pueblo, ni por investigación propia ni por denuncia de particular. Y lo que es peor, el arzobispado al que pertenece la pequeña diócesis del Baralla guarda absoluto mutismo, escudado en que el obispo ocupa el cargo accidentalmente y hasta nuevo nombramiento, y a que las causas particulares de los párrocos no pertenecen al dominio público, sino que son materia interna de la Iglesia. Monseñor Xan Dasbolas se ha limitado a aseverar que …»no existe división alguna en el seno de la Iglesia; otra cosa es que esta se desmembre, o desgrane o descortece por defuera, pero esto sólo sirve para pulirla. Pero en su seno no estamos divididos en absoluto». Los periódicos locales no se hacen eco de la noticia ni sus consecuencias, temerosos de enojar a los poderosos anunciantes de la Xunta, Cáritas, la D.O. Polvo Baralleiro, y los ayuntamientos aledaños, que no quieren verse mezclados ni de lejos en lo que podrí­a resultar adversa propaganda.
Pero nosotros, desde este blog donde no cabe la doblez, la falsedad ni el oscurantismo, no dudamos en revelar la verdad de los hechos desde su origen a nuestros fieles lectores.
Habrí­a que remontarse a la celebración de los funerales por el alma de la niña Julieta Barrantes, q.e.p.d., de 13 años, en la iglesia parroquial de Castroforte del Baralla, iglesia de san Juan Bautista, donde acaecieron los hechos en sí­. Otros afirman que habrí­a que ir más atrás en el tiempo, para explicar la inocente condición de la niña, el cariño que le dispensaban sus conciudadanos, buena parte de ellos familiares, por pertenecer a la antigua estirpe de los Churruchaos; y la gracia y la bondad que la engalanaban, que, hasta el dí­a de su desdichado óbito, colmaba de felicidad a sus ahora desesperados padres. Su muerte se debió a una mala caí­da jugando a la comba.
Es inenarrable el estremecimiento que recorrió a todo Castroforte, la pesadumbre de sus conocidos y el derrumbe moral y aun fí­sico de sus más allegados. Aquella dulce niña, aquella que fue la alegrí­a de sus progenitores, aquella flor pura, vio su vida truncada en sazón y un manto de amargura se cernió sobre sus padres amantí­simos. Celebrábase oficio en la iglesia parroquial, atestada por todo el vecindario de la villa, y con las puerta grande abierta, porque tantos eran los que vení­an a acompañar a la familia que no cupieron todos. Quiso decir el sacerdote, don Jerónimo Bustelo, unas palabras que enviaran alguna luz, la luz de la esperanza, sobre los afligidos padres y se dirigió a ellos, y a los demás circunstantes en, si no los siguientes términos, que no me ha sido posible recoger en su integridad, unos muy parecidos:
-…nuestra hermana Julieta mora ahora en la casa celestial, y, en nuestro dolor, hemos de atinar en saberla en la dicha de Dios Nuestro Señor…
Y cuando así­ decí­a el cura, su madre, con ojos anegados en llanto, se levantó, destacando su figura como lo harí­a un águila sobre aquel manso rebaño, y entre hipidos y llanto, con la voz entrecortada, hecha una furia y echando fuego por los ojos, exclamó:
-¡Mentireiro, mentireiro! So queres engañarme, engañarnos a todos. ¡O que se levou a miña filla so pode ser un cabrón e un fillo de puta, un fillo de mala nai! ¡Quen que fora bo farí­a algo así­! Tiñas que morrer de vergoña, cura dos collons, que so serves para disculpar a ese asqueroso deus teu que non fai mais que maldades na terra.¡Ainda vasme decir que e bo porque me quita a miña filla, a miña nena pequena, que todo o mundo a querí­a! Como e que eiqui todos a querí­an e ese deus teu va e a mata! ¿ Ixo e querer?¡Así­ vai o mundo, con os curas predicando mentiras e amansándonos! ¿E que non sabes o que e bo e malo?¡ Pues te diréi: malo e o que mata a unha nena, unha neniña miña, a os seus pais, e a deixa no chan fria, axo meu, que parecí­a unha monequiña! ¡Ixo e malo! – Y señalando la cruz que preside el altar- ¡Ese de ahí­ e malo, mentireiro, falso! ¿Non o ves? ¿Non o vedes todos? Non hai razón para isto. Cura do demo eres, e non de un deus bo. Un deus bo non consentirí­a o que consiente, e non traerí­a nais a o mundo para facerlas sufrir o que vou sufrir eu o resto da miña vida. Un deus bo non se levarí­a unhas nenas con a vida por diante. E ti deberias pechar esta igrexia cando morre unha nena así­, e esconder a o teu deus nun armario para que non lle escupan, en vez de decir que e feliz na sua casa. Que vergoña sinto de vir eiqui a que me digan isto diante da miña filla morta. Xuan – dijo a su marido- lévate a miña filla de esta maldita igrexia.
El cura y los vecinos todos del pueblo quedaron como estatuas de sal, en un silencio total que sólo rompí­an los pasos del matrimonio y el hijo mayor, llevándose entre los tres, escorado y mal puesto, el blanco féretro. Cuando ya salí­an de la iglesia, el padre y esposo, Juan Barrantes, hombre muy bien considerado entre sus conciudadanos, serio, lacónico, se volvió mirando al altar, y en una voz baja, profunda, que no llegó a levantar, pero cuyos ecos sobrevolaron las airosas vóbedas, dijo dos palabras que sonaron como dos disparos:
-Mecagüen dios.
Y salieron.
Pasaron minutos hasta que alguien se atrevió a moverse. Nadie parecí­a mirar a nadie. Al fin, todos dirigieron sus miradas al mismo punto: aquel del que salí­a un llanto suave, largo, como de niño. Era el cura, don Jerónimo, que se habí­a desplomado y caí­do de rodillas junto a las escaleras del altar, y que estaba medio sentado, medio levantado, llorando sordamente, limpiándose con el alba unos lagrimones gordos que resbalaban por sus gordezuelas mejillas. Se agachó el sacristán para ayudarle a alzarse, y don Juan, se negó, y sentado en las escaleras, en voz muy baja, que sólo accedieron a oí­r los feligreses más cercanos dijo:
-Tiene razón.
-Padre…-carraspeó el sacristán-
-Tiene razón, hijo, tiene razón. Tiene razón. -Y mirando hacia atrás, al altar, prosiguió- No es que no crea en dios, no… lo que no creo es que sea bueno. Llevo demasiados años de cura, y hace ya tiempo que me lo pregunto. -Y mirando fijamente al altar, como si hubiera allí­ alguien que pudiera responderle- ¿Por qué permites tanto dolor, tanto sufrimiento, tanta injusticia? No te comprendo.
Y luego dirigiéndose a los feligreses les dijo:
-Yo tampoco tengo razones. Vámonos. No vamos a dejarles enterrar a su hija solos. Y tengo que pedirles perdón.
Fueron los fieles abandonando la iglesia, y el cura al salir, apagó las luces y cerró con llave.
Esta, pese a no ser un relato tan fiel de los hechos como nos habrí­a gustado, sí­ es una relación concisa y veraz de los mismos. Pero lo sucedido en la iglesia fue sólo el principio de lo que iba a poner a todo el pueblo en el disparadero de algo más escandaloso que el escándalo: el silencio. Pues aquella misma tarde, el alcalde de la villa, don Justo Barreiros llamó a sus concejales a sesión extraordinaria en el ayuntamiento, donde se acordó por unanimidad el descreimiento de la población de la fe cristiana y de cualquier otra, y se declaró a la iglesia católica «Ente non grato», por primera vez en la historia de la muy noble ciudad de Castroforte del Baralla, por (y cito textualmente) «…haber perdido los fundamentos de la fe cristiana y, por consiguiente, no tener sentido seguir manteniendo relaciones con normalidad con la Iglesia Católica». Se pidió la reversión de los terrenos de la iglesia, que eran de propiedad municipal, al municipio, y se declaró rescindido el contrato con el episcopado para mantener parroquia en la población, y sus actividades anejas, comunicándolo al dí­a siguiente por conducto notarial. La iglesia, aún cerrada como la dejó don Jerónimo, ha sido propuesta para pasar a ser polideportivo, cuando en el siguiente ejercicio se constituya presupuesto para ello. Don Jerónimo Bustelo no ha abandonado Castroforte, anduvo como un fantasma varios dí­as, vestido de oficiante todaví­a, y luego cambió las ropas de misa por unos sencillos pantalones y un jersey, y se presentó en la plaza mayor, en un parquecillo donde se reunen los viejos, y se ofreció a cuidar ancianos y niños a cambio de comida. Ya lleva varios dí­as allí­, paseando a una anciana en silla de ruedas, y asistiendo a otros a domicilio. También lleva algunos niños pequeños al colegio, y hace mandados. Es una buena persona. Por lo demás, nadie sabe qué va a pasar. No ha ido ningún periódico, ni ninguna autoridad civil o eclesiástica.

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