Plagas urbanas

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Los bichos se dividen mayormente en tres grandes grupos: los que salen en lo de la Násional Yográfic, los que se comen, y los que molestan. Los primeros entretienen mucho; para los segundos no tengo palabras suficientes de encomio; pero los terceros… uuuuuh… qué poco me gustan los terceros.
¿Por qué ha de haber en nuestras ciudades bichos sueltos sin dueño? A ver, todas esas palomas, todos esos gatos ¿qué les diferencia de las ratas o de los mosquitos? -¡Deja mi zapatilla en paz!- ¿Por qué los ayuntamientos no acaban de una vez con la plaga de las palomas, que tanto destruye los monumentos, que se cagan en el transeunte más que los hinchas en un árbitro? Asisto atónito al espectáculo de niños y ancianitos – estate quieta, Linda- que echan migas a esas ratas con alas, y que las sostienen y juegan con ellas y con todos sus miasmas, virus, bacterias y quién sabe qué otras porquerí­as. ¿Y los gatos? Qué decir de esos insoportables animales que tienen por costumbre hacer lo que les sale del hocico, entran y salen por donde quieren apestándolo todo con sus orines y detritus y ¡encima caen simpáticos!
¿Qué tienen, repito, estos abominables -que te quites, Linda, coño- pobladores de nuestras ciudades que les diferencie de la inmunda rata o el asqueroso mosco? Sin duda nuestros gobernantes deberí­an comenzar a reparar en estos portadores de enfermedades de dos o cuatro patas que pululan por nuestras calles como las vacas por Calcuta, como si tuvieran algún mérito. Al menos ya saben qué hacer con los perros vagabundos, que los pillan los laceros y les ponen la inyección ¡por qué sólo a los perros golfos! -y tú deja de chuparme los pies, anda, ve a coger la pelotita, coño con la chucha- No, no, habrí­a que capturar a todo animal sin identificar que circulara suelto por nuestras calles y darle matarile allí­ mismo, para aviso y escarmiento de propios y extraños. ¡Sobre todo a los perros que se cagan en la acera y los dueños no lo recogen, a esos allí­ mismo, zas! ¡Uno menos! ¡Que aprendan!
Y habrí­a que sacarse un carnet de mascotero, que no todo el mundo está capacitado para tener mascota, ni mucho menos. Si tú quieres trabajar en una verdulerí­a y trastear acelgas y lechugas necesitas un carnet de manipulador, pero si depende de ti la vida de un perro, un gato, un hámster no. ¡Qué error! Así­ están nuestras calles de puercas, y en las casas donde hay chuchos -que me dejes y vete a tu cama, anda- no hay uno que no dé la lata con sus ladridos, y a ver quién le mide los decibelios a un chucho que ladra en la madrugada. Habrí­a que acabar con las mascotas, los animales domésticos y los urbanos ¡son una plaga! y como tal plaga hay que reconocerlos y tratarlos.
En todo caso se podrí­a volver a la ancestral costumbre de tener animalitos en casa, pero útiles: un gallinero, una conejera, y el que tenga una buena terraza unos cochinillos o unas ovejas; -¿vas a parar ya de traerme la puta pelotica una y otra vez, eh?- y en los chalets, vacas. Todo ello serí­a de gran utilidad, al tiempo que una vuelta a la naturaleza, esa naturaleza de la que tan alejados estamos en la gran urbe.
Imaginaos nuestras calles con sus gallineros en los balcones, sus vaquitas en los jardincillos, sus cerdos y sus corderos asomando el hociquito por las azoteas –que no te rasco, leche, y no des tantas vueltas- ¿no es un espectáculo mucho más bucólico que el de los apestosos gatos o las palomas cagándose en los bancos del parque para que no se pueda sentar nadie? -y ya puedes ir tú solita al váter que con lo que está cayendo te va a sacar rita- ¡Claro que sí­!

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