Contra las rubias de bote

Veo la foto de una amiga, casualmente, y observo horrorizado que es rubia. Santo cielo, una morena de nacimiento y ahora es descaradamente rubia. Ello me llama la atención y me pregunto por qué este desmedido afán por clarear el pelo. ¿Qué ventaja obtiene la mujer rubia ante la morena? ¿Qué superior condición ejerce la una sobre la otra? ¿Cuáles son los méritos del cabello rubio o los deméritos del castaño o negro? ¿Qué hace que una mujer se vea impelida durante casi toda su vida a vestir su cabello con un color que le es ajeno? Muchas y muy oscuras incógnitas que no atino a despejar. Dicen que los caballeros las prefieren rubias, para a continuación aclarar que «pero se casan con las morenas», seguramente por algo que, al fin, he descubierto. Al fin, cayó la venda de mis ojos. Después de lo de los reyes magos, después de lo de la cigüeña, después de lo del ratoncito pérez, he llegado a la conclusión de que las rubias, sí­, las rubias… ¡no existen! No hay mujeres rubias, son una invención, un mito, una fábula. Son como la esfinge, el grifo, el unicornio, personajes acendrados de nuestra cultura, pero inexistentes. Quizá el hombre de cromañón o el neandertal ya comenzaran a suspirar por una hembra de imagen distinta a la propia (cosa frecuente en la persona, que siempre ansí­a aquello que no tiene y desdeña lo obtenido) y, por dotarla de atributos con que distinguir el sueño de lo palpable la hicieron con el cabello rubio y no oscuro. Una ensoñación, un juego, una parábola, eso es la rubia, la mujer capaz de contener en sí­ la belleza de lo etéreo. El pobre neandertal era un poeta que envolví­a a su mujer en el aura de lo sobrenatural y la clarificaba, y en sus aspiraciones le salí­a rubia, veí­a a esa compañera suya admirable como algo que lo superaba; esa persona capaz de engendrar, de asir su humanidad a la tierra; de unirle con lo infinito, como una cuasi diosa que hubiera descendido y condescendido a convivir con él y, asombrado, la contemplaba babeante, enamorado, y la magnificaba como podí­a: envolviéndola en un aura irreal, y así­, le veí­a el pelo claro. Y la mujer, incapaz de sublimarse fí­sica y mentalmente hasta tan altas metas, se tiñó. No, no alcanzó la deidad, no se hizo hada, no se transformó en la ninfa soñada: se tiñó. Hete aquí­ que el hombre, tonto de sí­, se conforma con su sueño de bote y con su rubia de bote y no quiere ir más allá buscándole a la parienta calidades oní­ricas, ni está para esos trotes metafí­sicos cuando vuelve del taller o la oficina. El homo actual se enciende mirando pasar las rubias huidiza y distraidamente, cuando no se da cuenta la parienta, y se las imagina rubias naturales, y no como la suya, y por eso apaga la luz en el lecho, para no verle el felpudo tan terrestre y veraz, y hacer cisco su fingimiento de dicha.
Por ello, os prevengo contra las rubias de bote y os aconsejo que os prendáis, como yo, de una buena morena de las de toda la vida. Una morena va por ahí­ diciendo que es como es, y la tomas o la dejas, pero sabiendo lo que tienes entre manos. Ser morena y llevarlo con desenvoltura es como ir por la vida diciendo «menuda soy yo». Las rubias de bote no pueden sino ser simuladas y descontentadizas, una persona llana y sincera difí­cilmente puede casar con un espí­ritu que propende al disfraz y la tintura. ¿Rubias? No, gracias.

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