De la crí­tica.

Hay oficios que no necesitan de un aprendizaje especializado, véase, por ejemplo los de periodista, puta o crí­tico. Cualquiera que sepa contar algo a otro ya es periodista, que alcance mayor o menor fama, o que alcance a más o menos público ya es otra cosa, pero periodista es. Cualquiera puede ser puta, no hay que hacer nada, basta con dejarse ¡qué fácil! Y cualquiera que expone una opinión, hale hop, ya es crí­tico ¡y a ver quién le dice que su opinión no vale tanto como la de cualquier otro!
Ahora, con esto de internet, todaví­a es más fácil acceder a una de esas profesiones, e incluso ganarse la vida honradamente. He dicho honradamente, no éticamente, sino de forma legal (bueno, no sé si es lo mismo legal que honrado, pero se parecen). Uno se hace un blog, como este, mismamente, y ya puede tener más lectores que La Vanguardia. Una se pone una webcam en la cocina y va guisando con sólo un delantal y haciendo gestos con las salchichas y los calabacines y se forra, al tiempo que hace las faenas. Uno cuelga en una web sus opiniones sobre esto y lo otro y ya es un cibercrí­tico, tanto más leí­do cuanto más se dedique a denostar al prójimo, importando menos su razonamiento que el humor con que hiera a sus criticados. ¡Uno lee crí­ticas para reí­rse, claro!
No se me ocurre cómo probar que uno es realmente un periodista… si lo que cuenta es cierto, para mí­ ya lo es. Se me ocurre que lo de ser puta no necesita mucha probatura, vamos, que es fácil de saber. Pero… ¿y cómo sabemos si un crí­tico es realmente un crí­tico? Ah, he ahí­ la madre del cordero ¿quién se limita a opinar atrevida y descuidadamente y quién realiza una crí­tica severa y profunda? Tras meditarlo a conciencia he llegado a la conclusión de que es un auténtico crí­tico …aquel que coincide en su crí­tica con mi propia opinión, y que los demás son unos tí­os que no saben lo que dicen.
Claro que… llegando a este tipo de conclusiones ¿para qué quiero yo un crí­tico?

En otro orden de cosas, me fijo en que hay áreas del saber que son frecuente objeto de crí­tica, y otras por las que el crí­tico no se asoma siquiera. Se encuentran crí­ticas de arte, cine, polí­tica, moda, y tienen un espacio fijo en los medios de comunicación. ¡Pero cuánto más necesario no serí­a que la crí­tica se extendiera a todos los ámbitos de la actividad humana! Así­, uno puede leer que fulanito ha sacado una nueva lí­nea de blusas que son así­ y asá y que van a hacer furor; uno puede leer que mengano en su última pelí­cula aburre a las ovejas; o que zutanita sin duda ha ganado el último gran premio literario porque ha debido acostarse con todo el jurado. ¿Y para cuándo una crí­tica de fontanerí­a, de cirugí­a, de albañilerí­a, de magisterio, …de fruterí­a? ¡Sí­, de fruterí­a!
La crí­tica deberí­a extenderse a esas olvidadas, ignominiosa e injustamente, actividades. Nuestra vida serí­a mucho más fácil si hubiera crí­ticos que nos ayudaran y nos condujeran por la senda de lo bien hecho y los buenos profesionales.
En este sentido, me he permitido ser avanzadilla de un nuevo estilo de crí­tico, espero que sirva de ejemplo a quienes me lean, y quien sabe si a generaciones futuras, y he consumado algunas crí­ticas justas y necesarias.

Para ver algunos ejemplos de crí­ticas:

Serafí­n Consumado, fontanerí­a.

Este mal émulo de Pepe Gotera y Otilio es a las cañerí­as lo que Atila al césped, allá por donde pasa su zafia manaza no hay grifo que no gotee, tuberí­a que no se atasque ni váter que no rebose la mierda. Es lo que pasa cuando uno, en vez de ser un profesional de su oficio es un evadido del arado con menos idea de la acometida de agua doméstica que de las acequias de su pueblo. Se cree que hacer fluir el agua por las cañerí­as de una casa es como regar, que se hinca la azada aquí­ y allá, se echan unos terrones de barro a un lado y ya pasa. ¡Pues no señor! Este individuo irrumpe en los domicilios de sus ví­ctimas armado de tubos de plomo, arandelas, serpentines, y llaves grifas y uno, que es confiado, ya se cree que es un fontanero. Pero cuando acaba de perpetrar sus maléficas acciones, uno comprueba que el agua caliente no llega a la ducha, mientras que te escalda las manos en la fregadera, y que sale un auténtico géiser por el bidé que moja el techo, mientras apenas cae un chorrito a la cisterna del váter, que gime como gato en celo las tres horas que tarda en rellenarse. ¡Váyase, señor Consumado, váyase! ¡Y llévese consigo a su semimongólico aprendiz, que no hace sino sacarse mocos, tirarle los tejos a las niñas de la casa y arramblar con el tabaco del abuelo! ¡No sabrí­a ni desembozar a su señora! Me habrí­a hecho menos daño fumarme los billetes.

Doctor don Roque Pi de la Dedalera, Cirugí­a.

Si al buen cocinero se le distingue por su pericia en la confección de un plato sencillo, como un huevo frito o una ensalada, también puede distinguirse la excelencia quirúrgica ante una simple intervención de apendicectomí­a. Otros encumbrados galenos habrí­an dejado a un colaborador una operación de tan escaso, aparentemente, mérito; pero el doctor Pi, apoyado por un bien adiestrado equipo se supera a sí­ mismo en el ejercicio de la medicina. Ya el quirófano nos invita a la calma y la confianza, decorado no en ese tono verde aséptico común a tantos hospitales, sino en otro verde girado al esmeralda, que con el reflejo de los focos nos ofrece una luminosidad tranquila y agradable. Los uniformes y mascarillas del doctor y sus acólitos son una variedad también de este verde, con un sencillo bordado en azul, y un elegante ribete marrón claro en las costuras; todo ello diseño de Adolfo Domí­nguez. Su anestesista, el doctor Soñera, que estudió arte dramático con Nuria Feilú, es un auténtico maestro en contar hacia atrás mientras el paciente entra en el hipnótico sueño de una dosis justa y equilibrada de anestesia. El doctor Pi, a continuación, hizo gala de la técnica más depurada para la primera incisión infraumbilical, disecó con una pinza e introdujo la aguja de Verres con la facilidad que da la experiencia. Su pulso firme y decidido levanto ovaciones entre el nutrido público estudiantil que pugnaba, tras el cristal, por no perderse ripio de aquella magistral lección quirúrgica. Revisó el correcto funcionamiento del neumoperitoneo con el test de la gota e insufló a velocidad reducida vigilando con sumo cuidado la respuesta del paciente y luego pudo ya introducir los trócares. Su movimiento de tracción del apéndice cecal, cómo abrió una ventana en el meso y lo seccionó con un Stappler, para a continuación electroangularlo fue algo realmente pasmoso. Apenas quedó ya sino exteriorizar el apéndice en una bolsita estéril para no contaminar la pared y hete aquí­ finiquitada una intervención laparoscópica que no dejó a la paciente sino unas leves marcas de incisiones apenas visibles. Sin duda otros médicos podrán igualar (que no superar) sus resultados, pero ninguno se aproxima a su estilo, su elegancia en la acción y su sobriedad de movimientos. Agradecemos a su departamento de relaciones públicas la primicia de que, en lo sucesivo, estas intervenciones vendrán acopañadas de un bonito tatuaje, del que hay bastantes modelos a elegir, para disimular totalmente las pequeñas incisiones en el abdomen.

Olegaria Solomo, carnicerí­a.

Al entrar en el establecimiento de Olegaria Solomo nos encontramos con una exhibición de contrastes, sin duda su pericia alcanza altas cotas en el corte y diseño del ganado mayor, pero flaquea un poco en el menor, y las aves son su auténtico punto flaco. Ante un despliegue insólito de solomillos y bistés artí­sticamente distribuidos por un, eso sí­, inmaculado mostrador, deslucí­an, en cambio unas pechugas someramente despiezadas y unos cuellos y esqueletos de pollo que arruinaban el conjunto. De los ganchos que cuelgan sobre el mostrador podemos decir aproximadamente lo mismo, entre espléndidas costillas de cerdo y evidentemente caseras longanizas y chorizos, penden unos pollos astrosos y blancuzcos puestos allí­ sin ninguna gracia; cuando es bien sabido que los pollos de cuelgue han de ser de los amarillos de granja, para dar colorido y prestancia a la exposición. La atención al cliente es buena en general, y amable, aunque deberí­a eliminar alguna muletilla en el hablar, como un desagradable y repetitivo «algo má, señá fulana», que desmerece mucho en un local de clientela selecta. Muy recomendable su carne picada, ya que cuida de limpiar a conciencia la picadora y eliminar restos de picadas anteriores, cosa que deberí­an aprender encumbrados carniceros de la parte alta de la ciudad. En cambio la hueverí­a flojea mucho, tiene mucho huevo pequeño y las fechas de caducidad muy próximas. Como nota pintoresca, diremos que gasta unos delantales ideales, pero ideales ideales, con bordados artí­sticos y muy chic.

Felipe Pérez, cajero de la Caja de Ahogos y Tensiones.

Cuando uno se acerca a la ventanilla de caja y ve a Felipe Pérez no le cabe duda de su profesión, su camisa azul y su corbata de rayas, su gesto afable, su calvita, sus antiparras, inducen al cliente a la confianza en su experto manejo de monedas y billeterí­a. El señor Felipe, el cajero, como es conocido por su numerosa y fiel clientela, es de aquellos arraigados profesionales que todaví­a se chupan el dedo antes de pasarlo por los billetes de veinte euros uno a uno, y solamente mete los fajos de billetes en la máquina de contar cuando tiene mucha cola de gente para atender, lo que también es un detalle. Felipe no le dará a usted un billete feo, ni es de eso que no tienen empacho en sacudirle a la ancianita que viene a retirar la pensión un incambiable billete de doscientos euros, no, él le hará una cumplida y hábil distribución billetaria para que pueda coger el autobús sin que el cobrador tenga que cargarle con un kilo de moneda fraccionaria. Siempre listo ante cualquier eventualidad, ya puede uno ir a pedirle cien euros de a cincuenta céntimos y tanto y tanto y tanto de veinte y de diez y hasta de uno, que en un pispás se va bien atendido y con cambio como para llevar una tienda de chucherí­as sin problema. Ay, si este hombre mascara chiclé o pastillas Juanola en vez de llevar siempre esa colilla colgando del labio, ay, si el aliento le oliera a menta y no a tabacazo, eso le encumbrarí­a en lo más alto de la jerarquí­a cajera del paí­s.

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