Treinta corbatas


Treinta corbatas tengo, más alguna otra jubilada que yace en un amasijo de culebras de trapo, más cuatro soberbias, elegantes y originales pajaritas. Las he contado esta mañana, cuando me ha llamado la atención ver una de ellas, que habí­a caí­do en el montón de camisetas que son mi vestimenta habitual de diario. ¿Cuánto hace que no me pongo corbata? Antes vestí­a a menudo esta atávica prenda, y reconozco que me gusta hacerlo. Si algo me paro a mirar en un escaparate son las corbatas que, aunque tengan precios prohibitivos, siempre están al alcance de cualquier bolsillo, por algo son un accesorio modesto, pero muy decidor. Una corbata de categorí­a es algo que se nota a la legua, y que puede disimular una camisa (incluso una chaqueta, al decir de algunos) de medio pelo. Eso sí­, deberí­a estar prohibido regalar corbatas. La corbata es muy muy personal, desde luego, más personal que unos calzoncillos. Al fin y al cabo la corbata se enseña, y sirve de enseña de quien la porta. Puede parecer pijo o snob, pero la corbata y los zapatos son algo que denota enseguida su precio, como si llevasen la etiqueta colgando.
¿Es la corbata un adminí­culo que se pone la gente por estar obligada a ello en determinadas circunstancias solamente? ¿Pasará con ellas lo que pasó en su dí­a con los sombreros, que prácticamente desaparecieron? ¿Son sí­mbolo de estatus o manera de pensar de quien las lleva en vez de ser simplemente un adorno sin mayores pretensiones? ¿Están justificados los ataques desde multitud de lados a las corbatas? Yo me siento bien con corbata, natural. Cierto que no las llevarí­a de contí­nuo porque creo que no hay una corbata para cada momento, sino que hay momentos para corbata y otros que no. Pero me gustan. ¿Pasa algo o qué?

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