Yonqui


En todas partes sigue considerándose la drogadicción como un delito y no como una enfermedad, aunque una y otra vez se diga lo contrario desde las instituciones, lo cierto es que el tratamiento que se da a los enfermos no es el de tales, sino el de delincuentes. Quiero poner el ejemplo de dos hermanos, gemelos, Pedro y Pablo, eran chicos jóvenes, de una familia de clase media, alegres, algo alocados, chicos como tantos otros. Pedro, andaba con malas compañí­as, una noche, tras salir de una discoteca, iba bebido, cogió el coche sin estar en condiciones de conducir -lo que constituye un delito- y se lanzó a 150 por hora provocando un accidente con muertos. í‰l quedó parapléjico en una silla de ruedas de por vida. La Seguridad Social le concedió una pensión vitalicia, con un tratamiento fiscal muy beneficioso, por lo que no tendrá problemas económicos. La justicia ha desistido de actuar contra él por el accidente debido a su estado de salud. Las indemnizaciones que ha de pagar no pueden ser retraí­das de su pensión ya que es una pensión de gran invalidez, no le pueden embargar ni para pagar por los daños que causó. La Seguridad Social gastó millones en él, estuvo en un centro especializado en accidentados como él, donde le enseñaron a valerse en su silla de ruedas y a poder llevar una vida, dentro de su discapacidad. El tratamiento médico a que fue sometido fue altamente especializado y de elevadí­simo coste. La familia se volcó en el cuidado de Pedro, todo es poco para él, le cuidan con especial mimo. Los amigos le visitan y a veces hasta le sacan a dar algúnpaseo. Los familiares están apenados por su enfermedad y comprometidos en su cuidado. A todo esto, recuerdo que la causa desencadenante de la desgracia fue un acto no sólo irresponsable, sino ilegal…
Con Pablo pasó algo que en principio puede parecer nimio, pero que en el fondo es lo mismo. No así­ sus consecuencias. Pedro, andaba con malas compañí­as, una noche, tras salir de una discoteca… probó una raya de cocaí­na. Esto, por cierto, no es un delito, al contrario que conducir borracho. Las noches se sucedieron, y con las noches, las rayas, hasta caer, sin darse cuenta, en la adicción. Como su hermano, se convirtió en un enfermo grave y crónico. No obstante el tratamiento de la administración, la sociedad y la familia es totalmente distinto. La Seguridad Social no cuidó su enfermedad, por el contrario, perdió el derecho a la atención sanitaria y al paro, ya que fue despedido de su empresa, debido a su enfermedad, que le impedí­a rendir en el trabajo, y no encontró ningún otro, evidentemente. La familia, al principio trató de ayudarle, pero la enfermedad le hací­a ponerse violento, soez, intratable. Los amigos le volvieron la cara; sus seres queridos dejaron de quererle. Llegó a robar alguna joya y algún electrodoméstico para comprar droga. La familia le acabó echando de casa porque no podí­a convivir con ellos. Delinquió, obligado por su enfermedad, y la justicia le condenó por su delito.
Hoy, Pedro está catalogado como enfermo y Pablo como delincuente. La familia se ha gastado mucho más dinero en la enfermedad de Pedro del que les robó o les podrí­a haber robado Pablo de haber seguido en casa. La administración destina más dinero cada mes a Pedro que a Pablo en un año. La justicia recayó sobre un enfermo como Pablo, que no va en silla de ruedas ni necesita unas condiciones de habitabilidad especiales, pero no lo hizo sobre Pedro, a quien tendrí­a que cuidar/internar en un tipo de institución que ni existe.
Por mucho cariño que tengamos hacia nuestros deudos, esperamos una respuesta afectiva correcta. La de Pedro lo es, le cuidamos y se porta bien y nos agradece; la de Pablo no, es maleducado, y se comporta de modo airado y ofensivo. No nos importa que esto sea debido a su enfermedad, le echamos la culpa a su forma de ser, y no a lo que la provoca, y lo rechazamos, al final, no importa cuánto lo queramos, acabamos rechazándolo.
La sanidad no destina el dinero necesario para curar a los adictos, que, ciertamente, dado su número, serí­a mayor que el destinado a los accidentados graves, pero es que ni proporcionalmente lo destina. Un drogadicto no recibe sino un pequeño porcentaje del presupuesto destinado a un inválido. La justicia se limita a aceptar la drogadicción como atenuante, y no como consecuente.
En suma: la drogadicción es una pena individual para una enfermedad colectiva.
Si observamos este fenómeno desde el punto de vista de la disposición de clases sociales, veremos que a las clases gobernantes les conviene que haya un cierto número de drogadictos en los estratos más bajos de la sociedad. Hay una predisposición de tipo social en la drogadicción. Se lanzan a probar las drogas aquellas personas que propenden a una cierta posición de rebeldí­a, descontento, intranquilidad personal, desapego por sus circunstancias, pasotismo; personas que no esperan nada de su futuro. Pero una persona así­, no se pasa la vida cruzado de brazos, si no cae en los de la droga, se revelará de alguna otra forma, y quizá se rebelará también. El drogadicto es una persona hambrienta y a la que, sin embargo, no le gusta ningún plato. Si ahora son docenas, quizá cientos de miles, imaginemos qué serí­a de este colectivo social si no estuvieran atados y amordazados con la droga. Serí­an caldo de cultivo para toda clase de conflictos.
Marx dijo, en su dí­a, que la religión es el opio del pueblo. Hoy, más que nunca, el opio es el opio del pueblo.

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