Merovingio

los merovingios el adverbio las lentejas
de esaú la equis los pueblos más importantes
de castellón nules morella
el cura alto y huesudo de espaldas
a la pizarra negro contra negro
una calva clerical de tiza
burriana benicarló
detrás de mí­ los dos garcí­as
hablando por lo bajo de la hermana
de alguno que ya tení­a tetas
tetas sí­ señor ví­ver segorbe lucena
y de repente
un chirrido de tiza en los cogotes
erizados despertando al aula
los números gimen de saberse
malditos para las tardes de otoño
san mateo y vinaroz
y dime en qué parábola vuelan los balones
y dime en qué sueño de niñas
con nacientes tetas reside la equis
y si los merovingios no merecen ya
de una puta vez ya
ser olvidados
y dónde dime dónde recuperar
las horas de rosarios y dónde
mi cadáver muerto a los catorce
comido por el lupus lupi lupum hundido
en los afluentes del ebro por la izquierda
y dónde yazco o yago indiferente
al pecado mortal que me condena
pero no
a lucy en el cielo con diamantes
ni a marisa
que me traí­a soles verdaderos arena
helados de limón y pollo frito
y me pintaba extrañas siluetas en el margen
de la geografí­a de cuarto de edelvives
el cura alto huesudo y agorero
me decí­a que así­ como me va
así­ precisamente
…me irí­a
Tomás Galindo ©

Bruto


-Yo soy un profesional. Sí­, ya sé que se la trae floja, pero a mí­ no, para mí­ tiene su importancia. Usted, desde el lado legal de la justicia, se piensa que no soy más que un matón del tres al cuarto que no le importan más que el dinero que le pongan en la mano. Pero no, eso quiero que quede bien claro.
-Queda claro, no tengo más que verte la coronilla de santo para saber que me encuentro ante una hermanita de la caridad.
-Usted no tiene pruebas de nada, y si las tuviera no estarí­amos aquí­ tomando un café, sino que me tendrí­a en comisarí­a. Aún no sé qué quiere de mí­.
-Si quisiera, podrí­a hacerte la vida muy difí­cil, y tú lo sabes, de momento sólo quiero saber cómo trabajas, nada más.
-Ya, un apasionado de las biografí­as es usted.
-Fí­jate, y qué bien hablas…
-Tengo el graduado escolar, una cosa es que sea un bruto y otra que sea un tonto o un analfabeto.
-Lo de ser un bruto me interesa, sigue por ahí­ ¿con quién trabajas? porque tú trabajas para alguien.
-Trabajo para un par de agencias, no detectives, no, no de esos que se dedican a las infidelidades conyugales y a ver si el empleado que tienes de baja está realmente enfermo. Son gente seria, agencias de información comercial, llevan aseguradoras y se ocupan de temas de espionaje comercial, investigan a gente de confianza para puestos clave, esas cosas, todo muy serio. Pero… siempre hay algún cliente de posibles que necesita algún trabajo aparte.
-…aparte.
-Entonces me lo pasan a mí­, se limitan a dar mi número de móvil, ni siquiera se llevan una comisión, lo hacen sólo para tener un cliente contento, y supongo que para fidelizarlo. Yo hablo con el cliente y si el trabajo me cuadra lo cojo y si no, me olvido en cuanto cuelgo. Normalmente sólo se trata de asustar a alguien, o darle un escarmiento. Esta gente, los ricos, tienen hijos que por lo general son unos niños bonitos acostumbrados a hacer su santa voluntad, y claro, caen en manos de malas compañí­as, desde sectas hasta drogas, desde la niña bien que se echa un novio negro hasta el niño que tiene amores con un bailaor. O amantes indiscretas o competidores que juegan sucio, pero yo apenas necesito algo más que un nombre.
-Y tú les convences para que lo dejen.
-Yo les convenzo para que emigren a Madagascar, para que se pinten de blanco y para que se hagan cartujos si hace falta. Soy muy convincente. En lo mí­o, el mejor.
-¿Y si no quieren, les haces una oferta que no podrán rechazar?
-Dejémonos de hostias, si no me hacen caso acaban en el hospital con todos los huesos rotos y, créame, ninguno ha reincidido. Espero que no se desilusione al saber que el amor no puede superar las fracturas múltiples, y que hasta el interés económico se olvida en aras de una mejor salud.
-Y por supuesto, nunca te has pasado de rosca con nadie.
-No señor, ya le dije que soy un profesional, yo no mato a nadie. Además para qué, no es necesario, ya ve usted lo clarito que soy hablando y lo fácil que es entenderme, todos comprenden el mensaje a la primera y dejan lo que sea que tengan que dejar, un amante, una indiscreción, un chantaje… ni lo sé ni me importa. Todos ponen punto final y hacen la maleta. Aunque sigo sin saber el porqué de su interés por mí­, que yo sepa nunca se ha parado nadie a ponerme una denuncia, y dudo que tenga tan poco trabajo como para dedicarme su tiempo libre.
-¿Y nunca has tenido siquiera un fallo?
-Bueno, perfecto tampoco soy, una vez creo que dejé un poco cojo a uno. Y en otra ocasión a un cliente mí­o le tuvieron que extirpar un huevo, pero aún le quedó otro sano para seguir con su oficio… en algún paí­s lejano.
-Pues la próxima vez no es necesario que seas tan cuidadoso. Antes has dicho no sé qué de que yo estoy en el lado legal de la justicia, eso te ha quedado muy bonito. Verás, yo tengo una hija en la universidad y, mira por dónde, descubro que su novio está fichado por camello, y cómo puedo yo intervenir sin perder el amor de mi hija…
Tomás Galindo ®

LA MUERTE (Poemas en oferta)


La muerte no hace distingos
La muerte a todos iguala
La muerte trabaja los domingos
La muerte… mira que es mala…
Está uno toda la vida
viviendo a todo vivir
y cuando empieza a salir
la cosa algo divertida…
¡que te tienes que morir!
…qué jodida.
Lo que me sabe muy mal
no es morirme solamente,
sino el que aquí­ quede gente
y que todo siga igual.
¡Yo que me creí­a tanto,
tan genial e irrepetible!
Qué de gente imprescindible
se apila en el camposanto…
¿Y si tení­an razón
los curas con el infierno?
¿Y si voy al fuego eterno?
¡Joder, vaya situación!
Porque yo no sé qué espero
para el dí­a que me muera,
igual voy a la caldera
del señor Pedro Botero.
Yo lo que saco en concreto
es que morirse da miedo
y hasta que pase, me quedo
aquí­ con el culo prieto.
¡Pero lo peor que tiene
es que te avisa la aviesa!
Pero luego cuando viene
siempre coge de sorpresa,
porque nunca es buen momento
siempre te chafa un buen plan;
si estás comiéndote un flan;
cuando estás bailando un lento
en la disco si has ligado;
En un viaje del inserso;
o cuando estás inspirado
y justo en mitad de un ver

Historias tontas IV – Malditos dulces bebés


Odiaba a todos esos niños bonitos. Los miraba y los dientes me rechinaban de odio y rencor. Ahí­ estaban sus madres como gallinas entre sus polluelos presumiendo sobre quién llevaba a su nene mejor engalanado. Con dulces frases llenas de doble sentido se lanzaban acerbas crí­ticas unas a otras sobre el inmaculadamente blanco delantalito de mi niña, o sobre los lacitos de mi Tití­n, o sobre que a tu Cuqui le han salido los dientes pero la mí­a ya se va solita y la tuya no.
Se los pasaban una a otra, los sobaban, los besuqueaban al grito de «ay mi niño qué guapo que es él», intercambiaban potitos y pañales y hablaban y no paraban de lo mal que llevaron el destete, y de las maravillosas y carí­simas papillas que hací­an engullir a sus mamoncetes como si fueran ocas cebadas para sacarles el foie.
Eran cuatro o cinco madres, dí­a más dí­a menos, que coincidí­an en la umbrí­a del parque, donde las madres con hijos algo más mayorcitos los miraban deslizarse por el tobogán y reñir por el columpio.
Pero ellas debí­an contentarse aún con llevar a sus nenes de la manita en sus primeros pasos alrededor del banco, jaleadas por las otras madres que les decí­an lo bien que echa la piernecita tu niña y mira qué prisa se quiere dar, y monerí­as por el estilo.
Yo las odiaba, a ellas y a sus crí­os estúpidos y cabezones que aún no sabí­an hablar y hacerse entender. Sus crí­os vestidos de blanco inmaculado, de amarillo clarito, de azul pastel, de rosita de hada madrina, con profusión de lazos y baberos con patitos y gorritos de punto hechos por las amorosas manos de las yayas.
Pero yo esperaba mi venganza. Ellas me habí­an quitado mi banco, el banco en el que mejor se leí­a el periódico hasta que ellas lo descubrieron. Pero eso no iba a quedar así­.
Esa mañana me habí­a armado convenientemente y en cuanto se descuidaran me las iban a pagar todas juntas.
Aproveché el momento en que dejaban a sus rorros encima de un par de mantas, sobre el césped y se dedicaban a comentar los cotilleos televisivos. Entonces me acerqué a ellos y procedí­ a ejecutar mi artero plan, para salir a buen paso antes de que se dieran cuenta.
Al minuto comenzaron los gritos.

La fantasma del cuarto de estar



Vaya susto me llevé cuando, saliendo de la pecera (el cuarto de los pecés) me encuentro una señora desconocida en el pasillo.
-Buenos dí­as.
Tras el consiguiente susto al ver que alguien se me habí­a colado de róndón en casa, y tras llevarme la mano a la pistolera y recordar, tonto de mí­, que no soy un caoboy del fargüés, agarré fuerte un bic por si tení­a que defenderme y le dije:
-¿Qué hace usted aquí­, cómo ha entrado?
-Huy, le he asustado, lo siento, lo siento mucho – o dijo auténticamente compungida – es que ya no podí­a aguantar más.
-¿Aguantar más?
-Sí­, no podí­a, es por su música.
-Pero a ver – le dije yo ya un poquito harto – dí­game de una vez quién es usted y qué hace en mi casa.
-En realidad, en nuestra casa, yo llevo más años que usted viviendo aquí­. Y después de muer… fallecer, aún más.
-¿Pero de qué me está hablando? ¿Se encuentra usted en sus cabales?
-Yo soy Rosa Satrústegui, aunque mis niños me llamaron siempre Doña Rosita. Mi hermano Leopoldo y yo tení­amos aquí­, donde ahora está este piso, un colegio para los niños pequeños del barrio. Prácticamente una guarderí­a, donde les enseñábamos a leer y a rezar el padrenuestro.
-Ah, sí­, me dijo mi mujer que aquí­ habí­a un colegio, pero creo recordar que se trataba de una academia.
-Eso fue más tarde, que pusimos academia de cultura general y cursos de alfabetización, pero por las tardes, cuando acababa el horario de los niños. Es que eran los años del crecimiento económico, los felices setenta, que tanto trabajo costaron. Los años del pluriempleo.
-Me está tomando el pelo, claro ¿con que es usted un espí­ritu?
Doña Rosita me miró con unos ojos grises tristí­simos y dulces y, sonriendo, me dijo:
-Yo no le he tomado el pelo a nadie en mi vida, mucho menos lo harí­a ahora, en el triste estado en que me encuentro. No estoy de humor.
-Usted disculpe – no pude menos que contestarle – pero convendrá conmigo en que no es plato de gusto para nadie encontrarse una fantasma en su pasillo.
-En realidad mi sitio es el cuarto de estar, que es donde tuvo lugar mi óbito, dando clase a unas chicas gallegas que trabajaban de criadas en casas del centro, para que pudieran encontrar trabajo en alguna tienda y se quitaran de servir. Se creyeron que me habí­a quedado dormida, ya ve usted.
-Pues parece un feliz tránsito ¿cómo es que se quedó aquí­ en espí­ritu en vez de irse a donde sea que va uno en esos casos?
-Por culpa de mi hermano Leopoldo, que era un descreí­do y yo me comprometí­ a guiarle cuando muriera. Estoy esperándole.
-¿No ha fallecido?
-Sí­ señor, pero se resiste a abandonar San Mamés, también donde falleció, dice que está allí­ la mar de bien y no piensa marcharse. Así­ que ya me ve, esperando a ver si derriban ese campo de fútbol y hacen uno nuevo y no le queda más remedio que venirse conmigo de una vez… allí­.
-¿Y mientras usted aquí­ en mi casa?
-Qué remedio.
-Confieso que me ha dejado usted muy intranquilo. Ahora cuando esté viendo la tele pensaré en si está a mi lado, y en si le gustará a usted el baloncesto de la NBA o los Simpson.
-A mí­ la tele ni fu ni fa, sólo me gustan los documentales de animales y plantas, eso sí­, pero como su señora sólo los pone para dormirse en la siesta, y muy bajito, pues que no me entero nunca de lo que dicen, aunque, eso sí­, son estampas muy bellas. Algo es algo. Lo que sí­ me gusta es la música que pone usted a veces, por eso me he decidido a aparecer.
-¡Al fin alguien con gusto musical selecto!
-Pone usted esos boleros tan bonitos de Machí­n, y de Jorge Sepúlveda, y tangos de Acuña, qué voces. Yo he estado viéndoles a los tres. En fiestas, en la Semana Grande, que vení­an a actuar, y a veces gastaba mis pocos ahorrillos en poder verlos. Por eso querí­a decirle a usted que si me podrí­a poner «Mirando al mar». Es que me lo cantaba un novio que tuve y que se malogró por culpa de la guerra civil.
-Sí­ señora, faltarí­a más, ahora mismo se lo pongo.
-Lleva años cantándomelo en el aniversario del dí­a en que nos conocimos, pero cada vez le oigo más y más bajito, y ya casi no me acuerdo de cómo sonaba… son tantos años sin oí­r esa canción…